De las seis películas españolas presentes en la Sección Oficial, dos fuera de concurso y cuatro a competición, le tocó romper fuego a La isla mínima de Alberto Rodríguez. Y fue la suya una presencia vigorosa y capaz, un ejercicio fílmico que se mueve en unos niveles que si hubiera una docena como ella al año, no hablaríamos de crisis del cine español sino de renacimiento. A su lado concurrieron dos viejos conocidos; uno el veterano realizador de Pelle el conquistador, Bille August; el otro, un habitual en Zinemaldia, François Ozon.

Hasta el observador más bienintencionado intuye que la presencia de un filme como The Equalizer en la sesión inaugural del Zinemaldia 62 obedece a motivos extracinematográficos. Sabíamos que era un peaje para tener glamour en la apertura, una concesión razonable para que ayer se viera por la ciudad y se pasease por el Kursal una estrella llamada Denzel Washington, al que se le obsequió con el Premio Donostia. A la vista de su trabajo en el citado filme estamos ante un galardón cuya cotización pierde peso específico a pasos agigantados.

Desde su mismo título, este filme de génesis insólita y resultados formidables, se atrinchera en una línea de calculada ambigüedad. Polimorfo, mastodóntico y arriesgado, su existencia ofrece al público un despliegue de incontables lecturas. De hecho, su autor, Richard Linklater ha contribuido con sus declaraciones a ahondar en ese juego de apariencias.

A Philip Seymour Hoffman le sobrevino la muerte cuando el actor (y director) norteamericano había conseguido un híbrido genial. Su talento para la interpretación, su capacidad para pasar de la ternura al horror sin modificar ni un sólo músculo de su cara, había logrado revivir un cruce inimaginable. En su persona (y sobre todo en sus personajes más oscuros) se adivinaba una sed de mal en la que comenzaba a emerger la monumentalidad doliente del Orson Welles de los años 60.

La primera frase que se escucha es la que da título a la película. Los habituales a las bodas, seguramente saben a qué se refiere sin necesidad de ver la película. Alude, claro está, a la escasa garantía que los novios transmiten sobre su capacidad para la convivencia. Con esa pregunta tan trascendental, ¿durarán?

Los ecos de misterio que resuenan en esta crónica otoñal parecen entonar la misma melodía que Haneke musitaba en Caché/Escondido. Allí, el McGuffin, caballo de Troya del abismo argumental, era una cinta de vídeo; aquí ramos de rosas rojas que lo inundan todo. La presencia de Daniel Auteuil en ambos títulos contribuye a reforzar esa sensación de paralelismo.

En la plenitud de su carrera, Francis Ford Coppola, convertido en un iluso David, se enfrentó a los molinos de Hollywood sin ser consciente de que eran gigantes vengativos. Lo hizo con un musical heterodoxo, un género que los grandes estudios habían desterrado y con el que Coppola se iba a enterrar. Corazonada significó la ruina del director que tuvo el mundo a sus pies tras firmar joyas como El padrino y Apocalypse Now.

Nada ha podido superar todavía la conmoción que provocó El exorcista, el filme de William Friedkin realizado hace ahora 40 años. Recapitulemos. Eran los años 70, un tiempo de confrontación con una realidad que no era la que habían preconizado los movimientos libertarios del 68, ni el ya imparable reconocimiento de los horrores del Vietnam, los delirios de Mao, la locura en la América latina o el nuevo cautiverio de la Europa del Este.

En los años 80, y hasta bien entrados los 90, el cine de Almodóvar, sin duda el más característico y caracterizante de su época, repetía en el debe la misma debilidad. Allí donde el interés de sus tramas alcanzaba el cénit, cuando la energía y la insolencia de sus argumentos planeaba por su zona más abrasadora, Pedro Almodóvar clavaba la cámara para perseguir el rastro de algún personaje mucho más irrelevante que aquel que le hacía grande su película.

Sin Michel Houllebecq no existiría esta película que se burla de las fronteras del género. Sin él no sería creíble esta película inseminada por pura ficción en vena que circula febril alrededor de un personaje que se autointerpreta. Cine que se diría documental, porque gravita en torno a una biografía reconocible y reconocida, sabemos que esconde una farsa absoluta.