El año que viene se cumplirán 30 años del estreno de Sorgo rojo. Hasta entonces, 1987, apenas se había tenido noticias del cine chino. Con Sorgo rojo el mundo descubrió a un cineasta sensible y singular llamado Zhang Yimou y a una actriz excepcional, Gong Li. Con Regreso a casa, filme preñado de coincidencias y doble sentido, asistimos a un exaltado reencuentro en el presente que se toma cumplida cuenta de los sufrimientos del pasado. Yimou y Li se alían en un relato melodramático y vibrante; un fresco histórico sobre la China del tercer tercio del siglo XX, la que arranca con la revolución cultural de Mao y periclita en el amanecer del neocapitalismo pseudocomunista.
Hacia el final de su metraje y por un fugaz momento, la sombra de Totoro parece que va a ser convocada en El recuerdo de Marnie. Corresponde al momento en que dos personajes se internan en un bosque llevando sendos paraguas abiertos. No aparece el fantástico personaje emblema de la factoría Ghibli, Totoro, pero eso no impide que percibamos el aliento de Hayao Miyazaki en todo el filme.
En la necesariamente apresurada crónica de este filme en su paso por el festival de San Sebastián del año pasado, utilicé como expresión clave de lo que este título lleva en su interior, la frase lapidaria que en sus últimos minutos expresa el policía compañero del protagonista, el Coster-Waldau de Juego de tronos. Literalmente ese policía que se enfrenta incrédulo a una realidad que no quería admitir dice: “Descarté la idea por descabellada”.
Hubo un tiempo en que convocar el nombre de John Boorman implicaba guardar un respetuoso silencio ante quien aparecía como el último mohicano del mejor cine británico. Eran los años en que títulos como A quemarropa (1967); Infierno en el Pacífico (1969); Leo el último (1970); Deliverance (1972); Zardoz (1974)… incluso obras como Excalibur (1981); La selva esmeralda (1985) y Esperanza y Gloria (1987) eran merecedores del máximo respeto.
Desde su origen, el cine no ha hecho otra cosa que asomarse a la vida para reflejarla de manera más o menos veraz, más o menos real, más o menos certera. Su potencial de fascinar, no depende tanto de la exactitud del retrato sino de su capacidad de transmitir aquello que va más allá del espejo, aquello que se adentra en lo que ya no pertenece a la física sino a la psicología, al arte y a la metafísica.
Hay películas de difícil ubicación. ¿Qué cuentan?, ¿a qué género pertenecen?, ¿a qué se parecen? En el caso de Señor Manglehorn no hay respuesta fácil ni evidente. Tampoco resulta sencillo discernir cuáles son sus fundamentos. Veamos. Tenemos a un peso pesado de pasado ilustre y de presente turbio, Al Pacino. A su lado, una gran dama que conoció tiempos mejores y vivió altos vuelos, Holly Hunter. Entre ambos, en un papel que es algo más que un cameo preñado de guiños para iniciados, un director de culto, Harmony Korine. Sólo por esa mezcla imposible, ya estaríamos acentuando algo: este señor quiere ser raro.
Corría el año 1953, o sea hace 62 años, cuando Jean Becker se colaba en un estudio de cine para, en calidad de ayudante de dirección, colaborar con su padre, también director, en la película No toquéis la pasta. O sea, hace mucho tiempo. Ahora ha cumplido 77 años y su carrera cinematográfica es desigual; con tiempos de ausencia y con quiebros estilísticos de difícil comprensión.
Una frase tomada de un viejo filme del incontestable Lubitsch y la súbita aparición postrera de un Tarantino que ya no cumplirá los cincuenta años, establecen los límites referenciales en los que se mueve este Peter Bogdanovich considerado un maestro en los años 70 y hoy, desconocido para la inmensa mayoría del público que llena las salas de estreno en busca de superhéroes.
Colaborador de Joachim Trier (nada que ver con Lars von Trier, por más que ambos (pro)vengan del frío escandinavo), Eskil Vogt tras una cierta experiencia como guionista y cortometrajista, debutó con éste su primer largometraje con sed de autor. Dicho de otro modo, responsable del guión y al mando de la dirección, Voght despliega rápidamente su voluntad de sorprender, su deseo de (man)tener en vilo al público con Blind.
Más cerca del hacer de Roman Polanski en El baile de los vampiros (1967) que del caricaturizar de El jovencito Frankenstein (1974) de Mel Brooks, este atípico falso documental neozelandés representa una de esas extrañas locuras cinematográficas que suelen ser recordadas a través del tiempo; son piezas que se disfrutan más cuando se evoca su contenido, que en el momento de ser vistas.