Desde su mismo título, este filme de génesis insólita y resultados formidables, se atrinchera en una línea de calculada ambigüedad. Polimorfo, mastodóntico y arriesgado, su existencia ofrece al público un despliegue de incontables lecturas. De hecho, su autor, Richard Linklater ha contribuido con sus declaraciones a ahondar en ese juego de apariencias.

A Philip Seymour Hoffman le sobrevino la muerte cuando el actor (y director) norteamericano había conseguido un híbrido genial. Su talento para la interpretación, su capacidad para pasar de la ternura al horror sin modificar ni un sólo músculo de su cara, había logrado revivir un cruce inimaginable. En su persona (y sobre todo en sus personajes más oscuros) se adivinaba una sed de mal en la que comenzaba a emerger la monumentalidad doliente del Orson Welles de los años 60.

La primera frase que se escucha es la que da título a la película. Los habituales a las bodas, seguramente saben a qué se refiere sin necesidad de ver la película. Alude, claro está, a la escasa garantía que los novios transmiten sobre su capacidad para la convivencia. Con esa pregunta tan trascendental, ¿durarán?