Cuando en 1979 Werner Herzog rescató y reinterpretó el «Nosferatu» de Murnau, aquel gesto se sabía cuestión política. El director que cuando hace ficción, documenta el sufrimiento y cuando se dice documentalista, convoca los sueños, despertó a Nosferatu para recuperar la propia historia de Alemania, para devolverla al lugar de lo que había existido.

«No hables con extraños» se puede definir como un modelo, como un mal viaje y como un thriller perturbador y molesto. Es modelo de imitación, un fiel exponente de ese vampirismo hollywoodense que, agotado de repetirse, no duda en comprar de cualquier parte del mundo lo que olfatean como carne de éxito.

La primera secuencia de «El último verano» se repite invertida en sus instantes postreros con un paradójico y amargo sentido. En la apertura vemos cómo Anne, la implacable y resolutiva abogada interpretada con autenticidad abrasiva por Léa Drucker, alecciona a una joven adolescente víctima de una violación.

Una lectura rápida al cuento original de Andersen nos descubre un relato complejo, terrible y aleccionador. Dos horas largas del filme de Rob Marshall inspirado en el cuento de Andersen, nos aportan un fútil, previsible y aburrido constructo que se mantiene a flote por sus efectos especiales y por la presencia de una Halle Bailey que merecería haber dado con un verdadero cineasta, no con un coreógrafo.

Se dice que Quentin Tarantino, referido como si su criterio fuera la voz del juez supremo, afirmó que “Big Bad Wolves”, el filme israelí en el que se basa el remake de Gustavo Hernández, fue “la mejor película del año”. Como siempre, el autor de “Kill Bill” exageraba, pero como siempre, con buen olfato.