Casi como una toma falsa, como la última trufa de lo que ha quedado tras una abundante comida, en sus minutos postreros, justo antes de los créditos y agradecimientos, «Volveréis» muestra a Itsaso Arana y Vito Sanz hurgando en el cementerio parisino de Montmartre. Vito, eléctricamente inquieto, busca una lápida ante una cámara excitada con tensión amateur.
Cuando en 1955 Orson Welles rodó «The Land of the Basques», lo hizo, como es natural, con la prosa cinematográfica del cine documental de su tiempo. Eso reclamaba una actitud didáctica e imponía el protagonismo del cineasta que era quien interactuaba con los desconocidos protagonistas de su acta notarial sobre el País Vasco.
Edificada sobre el vértigo de lo real, Lafosse, un director mimado por el SSIFF y cuyo hacer resulta imprevisible, se abisma en el territorio de la pederastia con gesto grave y escritura oscura.
En 1994, «Pulp Fiction» se paseó por Cannes y dejó sin la Palma de Oro a títulos como «Rojo» de Kieslowski, «¡Vivir!» de Zhang Yimou, «A través de los olivos» de Abbas Kiarostami, «Caro diario» de Nanni Moretti, «El gran salto» de los Coen y «Exótica» de Atom Egoyan, entre otros.
Cuando el Trueba inventor de la denominada «comedia madrileña» iba de éxito en éxito, solía declarar que hacía comedias porque le imponía mucho respeto ponerse serio para hablar del amor. Aquel Trueba treintañero era prudente.
Un parpadeo repetido suele ser la clave para detectar una mentira. O una señal de socorro de quien no puede hablar, bajo la (o)presión de una amenaza cercana. Ambas cuestiones, el miedo y la impostura, rondan una de las peores lacras del siglo XXI consecuencia del origen de nuestras sociedades, los abusos y maltratos machistas.
Entre Mia Goth, la actriz, y Ti West, el director, se lo hacen todo. Ella repite por tercera vez consecutiva la imagen de la «femme fatale» de nuestro tiempo, una pequeña diva sin glamour, inocencia, ni elegancia. En este caso, desprovista de adornos inútiles, la menuda Goth pone la piel y las tripas de Maxine, una mujer desnortada que pretende abrirse camino en la jungla cinematográfica del Hollywood de los 80.
La simple descripción de la radiografía familiar que encierra esta obra de Yamada desemboca en un diagnóstico deprimente. «Una madre de Tokio» retrata tres personajes al borde del desahucio. Una abuela viuda que siente el aliento de la ancianidad al tiempo que se aferra a un último tren del amor cuando la taquilla parece cerrada.
Con «Un lugar común», Celia Giraldo desafía precisamente eso que se llama sentido común y que, al parecer, ya hace tiempo que entre nosotros perdió su hora. En su planteamiento, Giraldo (Cornellá de Llobregat, 1995) parece haberse abonado a esa preocupación frecuente en el cine español reciente filmado por directoras donde la descomposición familiar, la casa como depósito de recuerdos y emociones y la demolición del pasado, se verbalizan ante un futuro poco esperanzador.
Shyamalan, ya se ha señalado en otras ocasiones, comparte con David Lynch una referencia común, la ciudad de Filadelfia, ese corazón de la América profunda donde la legendaria «Liberty Bell», la campana rota, ofrece al turista su herida abierta como si con ella se pudiera contener la pesadilla que cada día hunde más a un país víctima de su mentira.