Cuando presentó su tercer largometraje, que efectivamente era muy largo, Beau tiene miedo (2023), Ari Aster quemó todas las naves de la duda y la contención. Este cineasta judío que se ha bebido todo el cine de los directores y directoras más excéntricos que hayan existido, ya no va a cambiar.
Productores de cuatro países, Estados Unidos, México, Canadá y Dinamarca, unen esfuerzos para sacar adelante el segundo largometraje como director de Viggo Mortensen. Ese carácter, que más que internacional posee vocación universal, recorre como espina dorsal un relato de amor disfrazado de western.
Almodóvar comienza su primer western, que ni es western ni es largo, con el manual de John Ford bajo el brazo. Como relata Steven Spielberg en “Los Fabelman” al reconstruir la fugaz conversación entre el autor de “Tiburón”, o sea él mismo, y el viejo maestro de “El hombre tranquilo”, o sea John Ford: en el arte cinematográfico la clave está en saber cómo colocar la cámara en relación con el horizonte. O arriba o abajo pero jamás en medio; esa es la “boutade”.
Diga lo que diga el Oscar, a Comanchería nadie le puede arrebatar el título de ser una de las grandes obras del año. Su cabecera está presidida por la radiografía precisa y fidedigna del cáncer que carcome a EE.UU. De modo que, en sus intersticios, se percibe un aliento fúnebre que desvela el anuncio del deceso del imperio americano. Comanchería representa la base de un triángulo formado por Winter’s Bone (2010) de Debra Granik y No es país para viejos (2007) de los Coen.







