Como Michel Haneke, los hermanos Dardenne, Jean Pierre y Luc, llegaron al mundo del largometraje de ficción cuando ya habían superado la edad que vivió Cristo. Nacidos en la primera mitad de la década de los 50, los Dardenne debutaron en 1987 con Falsch, un filme que pasó desapercibido. Tuvieron que esperar a 1996, y fue entonces cuando su tercer largometraje, La promesa, cautivó al jurado de la Seminci vallisoletana.
Como cine de aventuras, Lasa y Zabala se (pre)siente antiguo y previsible. Aunque la catadura moral e intelectual de quienes ocasionaron su muerte fue esperpéntica, su plasmación en el filme, rechina. No por falsa sino porque simplifica y ridiculiza un tema oscuro, enmaraña aún más un laberinto por desentrañar.
A las pocas horas de ser estrenada, Magical girl ya se sabía en la galería de las películas singulares del cine español. Ese extraño Olimpo hecho de títulos malditos y películas bizarras. Para ello y en su caso, con su segundo largometraje, Carlos Vermut acude a una fuente de intenso sabor a sake y wasabi. Una cultura a la que se acerca Vermut lejos de la mirada excitada y epidérmica de Isabel Coixet o Sofia Coppola.
Convertida en un éxito de taquilla sin precedentes en su país de origen, Argentina, la devoción que el público le ha dedicado, las pasiones que levanta, sólo serían comparables al fenómeno que aquí desató Ocho apellidos vascos. En ambos casos se impone una evidencia: hay una irreprimible necesidad de reir. Tenemos hambre de carcajadas.
Escoger a un actor como Ben Affleck para cargarle con el peso de un relato como el de Perdida nos retrotrae a la estrategia seguida por Kubrick para su última película; Eyes Wide Shut. Affleck, como Cruise, provoca en la platea una profunda desconfianza. A ambos les pasa como a algunos jugadores de fútbol, juegan más de lo que se les reconoce y son mejores de lo que se les trata.
Así como no debe confundirse el cine indie con el cine de low cost, tampoco debe equipararse como cine de autor a todo texto fílmico en el que se hace posible reconocer a su creador. Viene esto a cuento de directores como Antoine Fuqua, un realizador del que siempre se acaba por evocar un título, Training Day (2001), y ante quien conviene pasar de puntillas por el resto de una decena de olvidables títulos.
Sueño de invierno podría ser interpretado como la cara gélida y crepuscular del Sueño de (una noche de) verano. Entre otras cosas porque Shakespeare aparece invocado en numerosas ocasiones a la largo de esta película de más de tres horas de duración que pasan sin pesar, sólidamente ligeras.
Lo más suave que se puede decir de Torrente 5, es que su mejor aportación consiste en desactivar el dicho de que no hay quinto malo. De origen taurino, mundo que Torrente admira, la frase, sujeta a diferentes interpretaciones sobre su origen, converge en una idea unívoca: la quinta entrega de algo garantiza que estamos ante un algo que merece la pena.
En el alumbramiento de este filme de apariencia humilde y alcance largo, las circunstancias que rodean el deshacer de la política cultural del país estuvieron a punto de abortar la bella idea que late en su interior. La falta de dinero amenazó la viabilidad de Los tontos y los estúpidos. Ya saben, como no había suficiente liquidez para pagar las tarjetas negras de Bankia, las subvenciones al cine más necesitado se cortaron por lo sano.
La isla mínima, como delata su nombre, se mueve en medio de esos espacios insignificantes, allí donde lo pequeño, lo es tanto, que se diría desaparece. En esos “no lugares” en los que la luz desparramada en tierra de juncos y barro provoca miedos y sombras, surge este filme inquietante. Un filme de nieblas y de luz que esconden lo obvio y con las que su director y coguionista, Alberto Rodríguez, entona una crónica descarnada sobre la España de la transición.