Para no andar con rodeos, conviene adelantar que la prosa de Kelly Reichardt (Miami, 1964) está más cerca de provocar sensaciones radicales al estilo de «El comediante» de Maurizio Cattelan, o sea el famoso plátano vendido por 6,2 millones de dólares, que de asomarse al serenísimo realismo helado de edificios y flores de Antonio López.
Guillermo del Toro comienza su incursión en la reescritura del mito de Frankenstein, allí donde terminaba la mirada de Gonzalo Suárez en Remando al viento, en mitad de la nada helada. A modo de preámbulo, con los esfuerzos de la tripulación de un barco varado por el hielo, se inicia un periplo articulado en dos capítulos.
El verano de 1998, Nueva York se sofocaba bajo el mandato de Rudy Giuliani, un alcalde populista que, entre otras hazañas, desalojó Manhattan de vagabundos de suerte incierta y final trágico. Aquello inició la «disneylandización» de la ciudad donde Martin Scorsese fraguó sus mejores pesadillas de violencia, venganza y odio.
Así como Akiva Schaffer no es David Zucker, el final de los 80 y los primeros 90, poco tienen que ver con estos histéricos años 20 sustentados sobre la madre de todas las mentiras. Farsas judiciales, falsedades políticas, patrañas económicas y calumnias bélicas circunvalan el tiempo histórico de esta nueva incursión en el cine disparatado, el de la acumulación de bromas políticamente incorrectas. Es la hipérbole del «caca, culo, pis».
Hay un velo de inquietante ambigüedad en todo lo que concierne a esta adaptación algo bizarra, algo anacrónica y conclusivamente hipersanguinaria de las últimas páginas de «La odisea» de Homero. Uberto Pasolini lidera un colectivo internacional para reescribir uno de los episodios más celebrados de la cultura grecolatina desde una sensibilidad de colmillo vengativo y discurso exterminador.






