Oppenheimer

Los nazis, con sus campos de exterminio, representaron la máxima ignominia del ser humano. Nunca la humanidad se había envilecido tanto. Pero fue EE.UU. con sus dos bombas atómicas lanzadas sobre dos poblaciones indefensas, Hiroshima y Nagasaki, quien entreabrió la puerta a la ira de dios, suya fue la hora del apocalipsis; la acción más sanguinaria realizada jamás por nadie.

Nadie como los británicos para convertir en oro sus excrementos. Tanto y tan arteramente reescriben la historia que figuras como Enrique VIII o Winston Churchill, que probablemente no podrían -o no deberían- salir a la calle de vivir hoy, se han convertido en leyenda y objeto de veneración. La historia que aquí se cuenta ya había sido llevada al cine en 1956, “El hombre que nunca existió”.

En septiembre de este año, el Zinemaldia conmemorará el 46 aniversario de una de sus mejores Conchas de Oro. Si a menudo el ahora conocido como SSIFF carga con el peso de no haber sabido recompensar lo más selecto de las películas y cineastas que han pasado por su sección oficial, con Terence Malick la decisión del jurado de aquel año, 1974, evidenció una lucidez extraordinaria. Tuvieron olfato y valentía porque escoger a un cineasta, entonces de 31 años, un desconocido, como el autor de la mejor película fue una apuesta de alto riesgo. La historia les ha dado la razón.

Ignoro si Spielberg ha dicho públicamente algo respecto a “Jojo Rabbit” pero, conocida su incomodidad ante “La vida es bella” de Roberto Benigni, lo más probable es que el neozelandés Waititi no reciba ningún apoyo del universo Dreamworks en la próxima ceremonia del Oscar.

Lejos, muy lejos, del tono oscuro e inquietante del Terence Davies de “The Deep Blue Sea” e incapaz de seguir los luminosos caminos del melodrama abiertos por David Lean; “El día que vendrá” se sostiene en pie porque cuenta con una poderosa historia en donde se analiza un resbaladizo puente entre los prejuicios y la reconciliación, entre el perdón y la culpa.