El título aparece sin mayor dilación con las letras difuminadas en su parte superior. Conforme la oscuridad, en un fundido a negro de cadencia lenta, se impone, a medida que mengua la iluminación percibimos con más claridad las letras.
Barry Levinson ha cumplido 81 años, posee una trayectoria solvente y en los años 80, su cine lo señalaba como uno de los autores norteamericanos más vertebrales de ese tiempo crepuscular en el que Hollywood dio un giro suicida hacia la infantilización de sus películas.
Los nazis, con sus campos de exterminio, representaron la máxima ignominia del ser humano. Nunca la humanidad se había envilecido tanto. Pero fue EE.UU. con sus dos bombas atómicas lanzadas sobre dos poblaciones indefensas, Hiroshima y Nagasaki, quien entreabrió la puerta a la ira de dios, suya fue la hora del apocalipsis; la acción más sanguinaria realizada jamás por nadie.
Nadie como los británicos para convertir en oro sus excrementos. Tanto y tan arteramente reescriben la historia que figuras como Enrique VIII o Winston Churchill, que probablemente no podrían -o no deberían- salir a la calle de vivir hoy, se han convertido en leyenda y objeto de veneración. La historia que aquí se cuenta ya había sido llevada al cine en 1956, “El hombre que nunca existió”.
En esa zona vertebral donde un relato conserva su razón de ser, es donde se evidencia, entre otras cosas, la convicción del narrador. En el caso de “El buen traidor”, en esa hora de la verdad, su narradora, Christina Rosendahl, duda por un instante.
Cualquier atisbo de verosimilitud y profundidad en el retrato que Le Bornin hace de De Gaulle salta por los aires cuando nada más empezar se asiste a una escena en plena trinchera francesa.
En septiembre de este año, el Zinemaldia conmemorará el 46 aniversario de una de sus mejores Conchas de Oro. Si a menudo el ahora conocido como SSIFF carga con el peso de no haber sabido recompensar lo más selecto de las películas y cineastas que han pasado por su sección oficial, con Terence Malick la decisión del jurado de aquel año, 1974, evidenció una lucidez extraordinaria. Tuvieron olfato y valentía porque escoger a un cineasta, entonces de 31 años, un desconocido, como el autor de la mejor película fue una apuesta de alto riesgo. La historia les ha dado la razón.
Ignoro si Spielberg ha dicho públicamente algo respecto a “Jojo Rabbit” pero, conocida su incomodidad ante “La vida es bella” de Roberto Benigni, lo más probable es que el neozelandés Waititi no reciba ningún apoyo del universo Dreamworks en la próxima ceremonia del Oscar.
Lejos, muy lejos, del tono oscuro e inquietante del Terence Davies de “The Deep Blue Sea” e incapaz de seguir los luminosos caminos del melodrama abiertos por David Lean; “El día que vendrá” se sostiene en pie porque cuenta con una poderosa historia en donde se analiza un resbaladizo puente entre los prejuicios y la reconciliación, entre el perdón y la culpa.
Esta película gira en torno a Francisco Boix, un pícaro en el campo de Mauthausen. Soldado republicano, superviviente de la retirada, cambió la lucha contra Franco tras la derrota para volver a ser derrotado por Hitler.