En los años 80, y hasta bien entrados los 90, el cine de Almodóvar, sin duda el más característico y caracterizante de su época, repetía en el debe la misma debilidad. Allí donde el interés de sus tramas alcanzaba el cénit, cuando la energía y la insolencia de sus argumentos planeaba por su zona más abrasadora, Pedro Almodóvar clavaba la cámara para perseguir el rastro de algún personaje mucho más irrelevante que aquel que le hacía grande su película.
Sin Michel Houllebecq no existiría esta película que se burla de las fronteras del género. Sin él no sería creíble esta película inseminada por pura ficción en vena que circula febril alrededor de un personaje que se autointerpreta. Cine que se diría documental, porque gravita en torno a una biografía reconocible y reconocida, sabemos que esconde una farsa absoluta.
Ni Buñuel los hubiera arrojado de su mesa, ni Chabrol hubiera desaprovechado la oportunidad de compartir con ellos una acalorada sobremesa. Aunque todavía no aporten credenciales suficientes como para estar a su lado, los hermanos Larrieu siguen sus huellas. Como también podríamos incluir en ese lista a Raúl Ruiz, un cineasta errante que, de haber tenido la posibilidad de compartir su pulsión narrativa, hubiera compartido con ellos esos guiones imaginados que se pierden en el territorio de la quimera.