La simple descripción de la radiografía familiar que encierra esta obra de Yamada desemboca en un diagnóstico deprimente. «Una madre de Tokio» retrata tres personajes al borde del desahucio. Una abuela viuda que siente el aliento de la ancianidad al tiempo que se aferra a un último tren del amor cuando la taquilla parece cerrada.
La casa como metáfora y metonimia de la familia; el hogar que se pierde cuando lo hogareño ya se ha perdido y/o el pasado que se resquebraja porque las ausencias pesan más que las presencias, ha alumbrado en los últimos tiempos algunos interesantes filmes de la cinematografía española.
Aunque se nos recuerda que en «Ex maridos» podremos reencontrarnos con la pareja formada por Griffin Dunne y Rosanna Arquette, la que tanto nos conmovió en «Jo, ¡qué noche!» (1985) de Martin Scorsese; debemos adelantar que, como su título permite intuir, lo que la nueva película de Noah Pritzker plantea no va de parejas sino de soledades.
Paco Roca, autor del texto original sobre el que Álex Montoya edifica esta película, posee un duende especial para agitar las emociones. Sus novelas gráficas, sus cómics, se envuelven en amables retratos de papel atravesados por siniestras sombras.
La mayor o menor complicidad que «Siempre nos quedará mañana» ejercerá sobre el público, depende básicamente de la aceptación del espectador ante un recurso estilístico que no admite paños calientes.
Que Xavier Legrand posee un instinto cinematográfico de muchos quilates parece incuestionable. Que ha decidido hacer de su filmografía un paseo por los monstruos de hoy, con especial atención a la paternidad y sus terrores y temores, también.
En su anterior y primer largometraje, «Viaje al cuarto de una madre» (2018), Celia Rico Clavellino diseccionaba la compleja simbiosis entre una madre y una hija en el tiempo en el que la segunda debía volar del nido.
Andrea vive con sus hermanos pequeños a los que cuida como una madre. Tiene 15 años y a los cambios biológicos y psicológicos propios de la pubertad, se une el dolor ante el vacío de la ausencia del padre.
Con el declinar de los grandes cineastas italianos surgidos del neorrealismo, cuando el final de la guerra empezó a parecer lejano ante los nuevos problemas que sacudían a la Italia de la prosperidad, apareció un cineasta singular y, hoy lo sabemos, de extraordinaria coherencia, llamado Marco Bellocchio.
El día que “Torrente, el brazo tonto de la ley” (1998) reventó la taquilla, Santiago Segura aprendió una lección: la pasta va para el productor. Para los autores quedan los aplausos; algo que activa la autoestima pero que no paga hipotecas ni provee sustentos.