Edificada sobre el vértigo de lo real, Lafosse, un director mimado por el SSIFF y cuyo hacer resulta imprevisible, se abisma en el territorio de la pederastia con gesto grave y escritura oscura.
Ernst De Geer se suma con «Hipnosis», su debut como director de largometrajes, a ese plantel notable de realizadores escandinavos contemporáneos. Proceden todos ellos, de un territorio de extrañamiento y hondura, de alta civilización y de oscuros subterráneos de crueldad extrema.
A diferencia de la última recreación de «Los tres mosqueteros», en consecuencia lejos del recetario posmoderno que corroe el orden cronológico, fragmenta el relato y (ab)usa (de) exageraciones deshumanizadas, Delaporte y de La Patelliére leen el texto de Dumas página a página, letra a letra, duelo a duelo.
Como el personaje de Clint Eastwood en «Gran Torino» (2008), el protagonista de «Dogman», interpretado con tanta fe como esmerado talento por Caleb Landry Jones, se desangra al modo de una estampa crística.
Cuando han transcurrido cinco partos, diez carreras por los estrechos pasillos de un hospital público en la Francia de Macron y la ultraderecha y un sin fin de sobresaltos, roces, sudores y lágrimas, apenas llevamos diez minutos de proyección de «Matronas».
Hay piezas cuya ambición, destreza e interés se revelan incluso antes de que aparezcan los títulos de crédito iniciales. Para cuando se nos informa sobre sus principales constructores: director, actores, guionista… ya sabemos que nos aguarda buen paño; catamos, en menos de un minuto, que lo que vendrá a continuación valdrá la pena, porque quienes han construido este texto fílmico se lo curran.
Del sudor que desprende «Que la fiesta continúe» se percibe que Robert Guédiguian (Marsella, 1953) respeta a Julio Anguita, coincide con su «programa». Como el incombustible cordobés, a estas alturas de su vida, Guédiguian ha dejado de creer en muchas cosas.
Lo mejor de «Regreso a Córcega» se encuentra en su núcleo central, en esa zona compleja donde el enredo se hace lío y los personajes ya han mostrado la (errática) estrategia de sus movimientos.
Mientras proliferan en la cartelera comedias grasientas que buscan la sonrisa en lo escatológico, sorprende este relato sin pretensiones ni zafiedad sobre un clásico argumento de enredos y confusión con pulsiones románticas y el fantasma de los celos. Dirigida, escrita y protagonizada en un papel secundario por Bruno Podalydès, «El barco del amor» no navega a la deriva; lo hace por el viejo cauce de la comedia clásica de los años 30 y 40 del siglo pasado.
Decidido a no perder tiempo, como si temiera que el meteorito que nos destruirá está al caer, Lanthimos ha entrado en una fase febril, acelerada y fructífera. Tras «Pobres criaturas», un vaciamiento ético y estético que provocó la ira de esencialistas y minimalistas, la animadversión de los ortodoxos y el desconcierto de los que odian la fantasía, presenta un catálogo de conductas perversas.