Nuestra puntuación
El peaje de Denzel Washington sale un poco caro
La naturaleza de The Equalizer es sierva de un ADN que representa la negación de lo que se le presupone a un festival como el donostiarra. Si los valores cinematográficos del filme que manosea Washington son escasos, su contenido ideológico resulta deleznable; mala de solemnidad, con personajes títeres, con estética de video-clip ochentero, con plagios y homenajes que jamás se sabe si son desatinos accidentales o producto de una insuficiencia mental preocupante, sus 132 minutos resultaron interminables. De haberse presentado en los años ochenta, en este mismo escenario, el abucheo hubiera sido hiperbólico. Como ha llegado en un tiempo de extravíos y flojera intelectual, de crisis morales y corrupciones vergonzantes, de incredulidad y cansancio, al final del pase de prensa y público, sonaron aplausos y algún gritito de entusiasmo. ¿Incomprensible? No, simplemente la evidencia de la falta de criterio del status quo de un mundo que habita en una perplejidad permanente. Hubo un tiempo en el que el realizador, Antoine Fuqua llegó a acumular un buen crédito con la complicidad de este mismo actor. Aquel juego perverso y malsano con la violencia y la ley, con lo justo y lo injustificado que abrasaba el núcleo argumental de Training Day, aquí ha desaparecido. En The Equalizer se asoman, ya saben, fruto de la posmodernidad decadente, incontables referencias. Su mirada a la mafia rusa, a la trata de blancas, a un mundo de prostitución y de clanes internacionales, fruto de la escoria del desmoronamiento del imperio soviético, nos coloca ante un tejido de urdimbre próxima a otro filme que también inauguró una edición de la Zinemaldia, Promesas del Este, de David Cronenberg. Pero aquí acaban las posibles analogías; un Cronenberg dispuesto a hacer concesiones parece un sabio virtuoso al lado de la zafiedad de este Fuqua que aquí da un recital de concesiones a todo trapo. Afirmaba Denzel Washington nada más llegar con una humildad de franciscano que “Dios me dio el talento de estar delante de las cámaras”. Ante tan alta evocación no seré yo quien le discuta la dimensión de sus capacidades, pero sí se me ocurre pedirle a quien tanto talento le ha dado, que nos conceda a los espectadores una paciencia a su altura para poder soportarle. Decía que con la sombra del descreimiento del final de los 70, y buena parte de los 80 (ese mundo de justicieros que se saltan las normas para tomarse la justicia judía del diente por diente y ojo por ojo), los fantasmas que acompañan a la película de Fuqua cuando se ponen estupendos evocan al Clint Eastwood de Harry; cuando el estrabismo le confunde la mente, hace bueno al mismísimo Silvester Stallone. De hecho, hay más grandeur en cualquiera de las últimas indigestiones del autor de Rocky que en todo ese recorrido por la nada que aquí protagoniza Denzel Washington. En cuanto al director, Fuqua arranca con la mirada puesta en su juventud, en los cineastas que sin duda contribuyeron a conformar su formación. De ahí la sombra de Siegel, de ahí los ecos de ese cine de acción que mira con descreimiento a una sociedad corrompida. Pero no es eso lo que contiene esta cinta. En su afán por deglutirlo todo Fuqua atraviesa todos los estadios posibles, de Tarantino a Woo, lo suyo es una delirante suerte de Blaxploitation mainstream en el corazón del Leroy Merlin. Y en medio de todo, un Denzel Washington que lee el Quijote y que parece un ángel exterminador versión hard de la mezcla de Fray Escoba con un Bourne afroamericano. Pero tampoco hay que darle importancia a tan desazonador comienzo. La edición de este año ha reforzado la Sección Oficial y se adivina un esfuerzo por mejorar las zonas más frágiles y débiles de la Zinemaldia, su escaparate principal: esa sección en la que se inscribe y con la que se hace la historia del festival. Una Zinemaldia que empezó con un peaje un poquito caro y en cuyo final nos amenaza con un Congreso sobre el cine español para estudiar la crisis. Un congreso liderado, aparentemente, por nombres cuya trayectoria ha alimentado lo que ha sido la deriva de ese cine que ahora hay que reanimar. Y quizá ese sea el mayor peligro, la persistencia de “la casta del madrileño cine español” a la que aquí ni siquiera se le aprecia el contrapeso de cinematografías periféricas que hagan de oposición, ni de corrientes independientes que se atrevan a ofrecer nuevos modelos. Habrá que esperar a que estos ocho días de júbilo festivalero pasen para entrar en ese tormentoso capítulo.