De las seis películas españolas presentes en la Sección Oficial, dos fuera de concurso y cuatro a competición, le tocó romper fuego a La isla mínima de Alberto Rodríguez. Y fue la suya una presencia vigorosa y capaz, un ejercicio fílmico que se mueve en unos niveles que si hubiera una docena como ella al año, no hablaríamos de crisis del cine español sino de renacimiento. A su lado concurrieron dos viejos conocidos; uno el veterano realizador de Pelle el conquistador, Bille August; el otro, un habitual en Zinemaldia, François Ozon. Ambos vinieron con sendos y estimables trabajos que, junto a la citada La isla mínima, establecieron un arranque prometedor.
La isla mínima se inaugura con unos bellísimos planos aéreos que sobrevuelan marismas y esconden horrores y misterios. Vistos desde allí arriba, los surcos de agua y vegetación, las formaciones de arena y venas formada por los cursos de los riachuelos, devienen en composiciones abstractas en las que se nubla la referencia de lo que son.
El tiempo del relato lo establece la hora de la transición española, el final de un estado que dejaba atrás el franquismo, pero en el que todavía dolían y podían las servidumbres de la pobreza y el autoritarismo. Ese universo de hambre y raigambre, de pernada y sexo dom(in)ado, de furtivos y temores atávicos, ha dado buenos títulos en nuestra cinematografía.
Erice, Borau, Miró, Franco, Camus y otros muchos realizaron algunos de sus más valorados filmes en ese contexto rural de miseria y asco. Alberto Rodríguez: El traje, (2002), 7 Vírgenes (2005), After (2009) y Grupo 7 (2012), plantea una historia en la que la trama criminal marca el paso de lo que aspira a ser la crónica política y social de ese tiempo desquiciado y complejo. Estamos en la Andalucía profunda, en un micromundo de inocentes que no son santos. Los señoritos todavía lo son y los movimientos sindicales empiezan a reivindicar el albor del cambio. Allí coinciden dos policías desahuciados. Uno representa el pasado; otro, el futuro. Ambos están fuera de su tiempo; son inadaptados encargados de descifrar una serie de asesinatos en una tierra de destierro.
Ese laberinto de crímenes y cómplices, de sombras y pozos parece fundir el tono de Memories of Murder de Bong Joon-ho con el Pa negre de Villaronga en el lienzo de su propio estilo. Alberto Rodríguez ha sabido depurar un cine que se mueve bien en el thriller y al que sabe dotarle de una personalidad singular. La isla mínima aparece como un solvente y férreo filme que sirve al género, pero que no se endeuda con la convención. Su desenlace no termina con los títulos de crédito sino que deja los suficientes cabos sueltos como para hacer de ese relato de sangre y sexo, la radiografía de una enfermedad social en la que inscribe los indicios suficientes como para que el público extraiga su propio diagnóstico. Las innobles razones que corrompen al ser humano preso de las pulsiones y esclavo de la cadena de mando.
La muerte como destino
Si La isla mínima se debe a su origen, la Andalucía de cortijos y quejíos, Silent Heart de Bille August esgrime íntegro el ideario del cine danés. Antes de que Lars von Trier se convirtiera en el paradigma del cine escandinavo, en su cineasta más (re)conocido, Bille August había ganado dos veces la Palma de Oro de Cannes y el mismísimo Bergman lo había designado como su sucesor al trono. Dos décadas después de Las mejores intenciones, August parecía haberse perdido en tierra de nadie. De ahí que reencontrarlo ayer con Silent Heart suponía un acontecimiento relevante.
En Silent Heart se reconoce el peso de Bergman y resuenan ecos de títulos como Celebración (1998) de Thomas Vintenberg. En su reparto tenemos la sensación de asistir al encuentro de un grupo de viejos conocidos. Bien escrita y mejor interpretada, la aridez del tema alcanza momentos de intensa brillantez gracias a ellos. Con ellos, con los actores, August, plano a plano, minuto a minuto, lleva al espectador a un universo que en su desenlace establece un cruce simétrico con Amor de Haneke. Impecable e implacable, la película incomoda y araña, dibuja y escudriña la complejidad de la existencia y sus emociones.
La muerte como despegue
Si la película danesa crece sobre un largo viaje hacia la muerte, el francés Ozon empieza su película con un ritual de luto. Con precisión y belleza formal, el amanecer de Una nouvelle amie recrea el amortajamiento de una bella mujer vestida de novia en un féretro blanco.
Todo empieza con un funeral, drama y oscuridad, para en pocos minutos tornarse en comedia y humor decidida a forjar un festival a favor del sexo, la iconoclasia y el travestismo. Desde sus minutos iniciales se hace visible que el Ozon que nos aguarda en Une nouvelle amie sirve al que en sus comienzos se asoció al cine de Pedro Almodóvar. Es decir, regresa el Ozon militante de la heterodoxia, el Ozon creador de planos imposibles y de puestas en escena de marcado esteticismo. El Ozon que habla del sexo como festejo y frivolidad, en este caso para sacar del armario a un padre de familia recién enviudado cuya pasión secreta es vestirse de mujer como hacía Ed Wood. Une nouvelle amie se cuestiona las relaciones y, a su manera, rompe los arquetipos. Ozon destila humor en tragos cortos y convierte a su principal protagonista, Romain Duris, en un travesti en busca de su destino. Efervescente y ligera, la obra de Ozon se pierde en su propia inconsistencia, porque carece de argumento suficiente para cubrir con interés los 107 minutos que le exige al público. A partir de su primer tercio, cuando el planteamiento se hace nudo, queda evidenciado que allí no hay materia para mucho más tiempo. Para ganarlo, y porque Ozon se ensimisma con Duris, el filme entra en un compás de idas y venidas, de vestirse y desvestirse que nada aporta y que interesa menos. No obstante, la falta de solemnidad del narrador y algunos pliegues oscuros hacen del filme una película aceptable.