Cuando un jurado tiende a acumular los premios de un palmarés eso suele significar o bien que la urdimbre de las películas que acaparan las distinciones roza la excelencia, o que la calidad de sus competidoras no daba para mucho. ¿Qué ha ocurrido en esta ocasión donde la lluvia de premios no ha practicado la pedrea ni los premios han sido compartidos?
Con la actitud de quien tiene todo el pescado vendido y a sabiendas de que en la gala de clausura predomina un público “invitado” tan atento a ver como a ser visto; el filme del broche de oro suele estar más del lado del aparentar que del ser, busca más gustar que gustarse y desde luego se hace evidente que entre ganar el aplauso fácil y provocar el desconcierto, siempre se queda con lo primero.
Ya en la recta final, ayer dos películas muy diferentes entre sí se presentaban a concurso en la sección oficial. Pese a que sus títulos en ambos casos están en inglés, una de ellas Magical Girl, dirigida por Carlos Vermut, transcurre en Madrid. La otra, Tigers, arranca de una coproducción entre India, Francia y Reino Unido aunque su relato transcurra entre Pakistán, Alemania y Canadá y venga dirigida por un viejo conocido, Danis Tanovic.
Precedida por suspicacias y recibida con prejuicios, Lasa eta Zabala se presentó ayer fuera de concurso, dentro de la Sección Oficial de la Zinemaldia. Indudablemente han sido unos prolegómenos algo crispados que poco o nada tienen que ver con sus valores fílmicos ni con su contenido, que hasta ayer no era público.
Vie sauvage de Cédric Kahn arranca con una separación traumática y concluye con un acto de perdón. Entre ambos extremos, el espectador puede sentir, si no lo sabe de antemano, que lo que le están contando ha tenido que pasar en la realidad; que eso no está hecho con los mimbres de la invención.
Murieron por encima de sus posibilidades cerraba, fuera de concurso, la presencia del cine español en esta 62 edición de Zinemaldia. Al contrario que La isla mínima, película española que abrió con brillantez el festival, fue el filme de Isaki Lacuesta un débil y autocomplaciente broche final que evidenció dos cosas.
Argentina, Francia y Canadá no son precisamente pequeñas potencias, en el mercado de valores de lo cinematográfico. De los tres países hemos sabido para bien de las excelencias de sus mejores maestros y de sus grandes películas. Ayer, pese a la solvencia de su origen y pese al prometedor currículum de sus autores, la sensación que al final de la jornada se impuso, fue la de una olvidable tibieza, mezcla de estupor y decepción.
En el punto vertebral, ese día en el que el Zinemaldia empieza a rumiar la cuesta abajo de su existencia, le quedan menos días que los que ha vivido, la programación de la Sección Oficial se propuso dar un pequeño respiro. En lugar de los tres filmes habituales, solo dos. Y ambos, con el común denominador de diseccionar esa condición humana que se dirime no en los grandes acontecimientos históricos, sino en la intimidad de los recovecos familiares, en el nido de brasas y hielo que es el hogar.
La jornada del lunes se llenó de monotonía e insustancialidad. Tras dos días de buen nivel con películas tan reseñables como The drop y La isla mínima, la sección oficial de la Zinemaldia se llenó ayer de excesos huecos y de reiteraciones sin sustancia ni fin. Sobre el papel prometía mucho. Estábamos frente a tres propuestas muy diferentes.
Tres nuevos títulos a competición se vieron ayer en Zinemaldia. Los tres representan explícitamente la heterogeneidad de una sección que sin complejos mezcla géneros, tonos y naturalezas en un escaparate que mantiene un buen nivel. La mejor, sin duda, es la norteamericana: The Drop (La entrega). Una entrega que viene de la mano de un pura sangre del relato fílmico, Michael R. Roskam. A su lado, la danesa Susanne Bier con A second chance y la coproducción entre Bulgaria y España firmada por Gabe Ibáñez, Autómata, pasaron a un segundo plano.