Nuestra puntuación
Carlos Vermut y Alberto Rodriguez, un antídoto contra la crisis

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Cuando un jurado tiende a acumular los premios de un palmarés eso suele significar o bien que la urdimbre de las películas que acaparan las distinciones roza la excelencia, o que la calidad de sus competidoras no daba para mucho. ¿Qué ha ocurrido en esta ocasión donde la lluvia de premios no ha practicado la pedrea ni los premios han sido compartidos? ¿Cuáles han sido los mecanismos que han determinado esta concentrada selección final del jurado presidido por el productor Fernando Bovaira? Vayamos por partes.
La 62 edición de Zinemaldia, a la vista del palmarés, ha tenido dos rotundos ganadores: Magical girl y La isla mínima. La primera, al recibir la Concha de Oro a la mejor película y el reconocimiento de Carlos Vermut como mejor director, algo que, como se ha señalado, no se producía desde 1997, y fue en la contundente figura de Claude Chabrol, convierte a Magical girl en “la película del festival”. Como a diferencia de Chabrol, Vermut apenas tiene trayectoria, el éxito de Magical girl adquiere también el halo de descubrimiento; Donostia ha sido pues la pista de despegue para un cineasta, Carlos Vermut, que mezcla con diestra habilidad la herencia del cine español de la heterodoxia con el magnetismo de goznes inexplicables del horror japonés.
Ya se dijo en la crónica de su presentación, el territorio en el que habita el filme de Carlos Vermut, Magical Girl, nada sabe del realismo y la contención; la suya es una galaxia en donde poco importan lo desajustes y los agujeros negros. Vermut espeja y despeja esa zona de penumbra en la que palpitan nuestras más oscuras perplejidades; y lo hace con unos actores de alta eficacia e innegable misterio; con un relato que es cualquier cosa menos previsible y que posee la facultad de atrapar al espectador en una intriga de niebla densa y almas enfermas por el dolor, la venganza y la sumisión.
A su lado, la otra gran ganadora, la película de Alberto Rodríguez, ya estrenada en las salas comerciales, La isla mínima, también articula buenas razones y altos méritos para disfrutar del evidente reconocimiento de ser la segunda gran película de este año a juicio del jurado. El premio a la fotografía y a la mejor interpretación masculina ha sido la manera de señalar que esta crónica negra sobre la transición española, azotada por el aire de una serie de crímenes, emponzoñada por el cianuro del pasado y la incertidumbre del futuro, equilibrada entre la solidez de su narración y el valor simbólico y crítico de su contenido, representa un modelo ejemplar para la industria del cine español.
A su lado, la norteamericana La entrega, premio al mejor guión, filme de estructura pétrea capaz de soportar todos los ataques que se le quieran hacer a su diseño y la danesa Silent Heart, premio a Paprika Steen como mejor interpretación femenina, componen un podio sensato y cabal, hecho de olfato y conocimiento.
El premio especial del jurado a Vida salvaje no escandaliza pero había una candidata más seductora, Loreak, ejemplar relato mínimo sobre personajes cotidianos dibujados con perspicacia y alto sentido de la observación. El filme vasco concreta una propuesta fílmica que, de haber sido premiada, podría haber conformado un ejemplar palmarés. Es de temer que en este caso, su nacionalidad haya parado el pulso del jurado para evitar lo que hubiera sido etiquetado de un abuso de(l) cine español.
Pero volvamos al comienzo de la pregunta. ¿Son tan buenas las películas ganadoras o eran muy malas las demás? A veces, esa disyuntiva esconde una tercera vía, las ganadoras eran notables, pero eso no significa que el resto haya sido malo. Probablemente se podrían haber repartido algo más los premios y en poco habría que discrepar. Esto de los premios ni es ciencia exacta ni es lo sustancial de un evento cultural. Lo nuclear reside en su esencia de festival como lugar de encuentro de textos fílmicos.
Sin posibilidad de agotar el análisis de lo que ha sido esta 62 edición, edición que pilla ya con el equipo dirigido por José Luis Rebordinos plenamente asentado, conviene repasar algunas de sus principales características.
Ha habido un esfuerzo plausible que ha llevado a ofrecer más cantidad de películas en la sección oficial. Quizás quepa detectar con una fijación obsesiva por las historias de conflictos familiares. Personalmente percibo demasiada tragedia familiar y poco espacio para la fantasía y la experimentación.
Pero justo es reconocer, hemos disfrutado de más títulos y con una calidad media aceptable. En ella sobreabundaron las películas de nacionalidad española, seis, de ellas cuatro a concurso, y francesa, cuatro en esta sección. Es cierto que sorprende y ¿desconcierta? que más de la mitad del cine de la columna principal, la sección oficial, provenga de dos países. Pero por otra parte resulta lógico; Francia lleva años produciendo más (y el mejor) cine en Europa y para la industria del cine español, Donostia se ha convertido en su mejor pasaporte.
Zinemaldia mantiene por otro lado la multiplicidad de secciones, un esfuerzo denodado por obtener ayudas y repercusiones, una atomización que dispersa y confunde la verdadera aportación del festival, pero que restituye el origen seminal de su fundamento: convertir a la ciudad en un reclamo turístico.
Nunca como ahora había alcanzado el festival un respaldo público tan numeroso. Las salas están al borde de su capacidad, el papel se agota y la fidelidad de los espectadores y su satisfacción alcanza niveles de luna de miel.
Superados los excesos de aquel año en que tocaba un Premio Donostia por día, sosegado el ánimo de acoger glamour a toda costa, se impone la certeza de que Zinemaldia empieza a sentirse como algo que es más que un festival. Bajo ese paraguas, el actual equipo diseña y participa activamente en un campo más ambicioso y complejo que proyectar un montón de películas a lo largo de nueve días. En el horizonte, el año 2016 se asoma como un hito.
El modelo puede ser mejorable, las cosechas ya se sabe que a veces son víctimas de malas rachas y de cuestiones que no dependen únicamente del trabajo, pero esta 62 edición de Zinemaldia, más allá de la siempre opinable cuestión sobre la oportunidad de haber seleccionado una u otra película, da síntomas de que crece sobre un robusto entramado organizativo.
Esa sensación de solidez es la que define lo que ha sido este año. Esa estabilidad y la paradoja de ver brillar el cine español en un momento en el que más que nunca se habla de crisis. ¿Crisis? Que le pregunten a Carlos Vermut y Alberto Rodríguez cómo lo hacen y que sigan su notable ejemplo. Nada mas fácil.

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