Cuestión de palabras
loreakEn el punto vertebral, ese día en el que el Zinemaldia empieza a rumiar la cuesta abajo de su existencia, le quedan menos días que los que ha vivido, la programación de la Sección Oficial se propuso dar un pequeño respiro. En lugar de los tres filmes habituales, solo dos. Y ambos, con el común denominador de diseccionar esa condición humana que se dirime no en los grandes acontecimientos históricos, sino en la intimidad de los recovecos familiares, en el nido de brasas y hielo que es el hogar. Allí donde el ser se la juega en los pequeños detalles, allí donde descansa la antesala de los nutrientes decisivos que conforman la identidad del sujeto. Sin embargo, pese a compartir el mismo telón de fondo: el de la vinculación seminal, el de las relaciones conyugales, el de las historias de madres e hijos y las estrategias de cuñadas y suegros; ambas películas despliegan planteamientos muy diferentes. Y es que ambas se deben a la realidad cultural en la que han sido gestadas.
Una, dirigida por Jon Garaña y Jose Mari Goenaga, construye una ilustración precisa de eso que hace mes y medio se debatía a escasos metros del Kursaal, “qué es el cine vasco”; la otra, firmada por Christian Jiménez, por más que en su producción aparezcan nacionalidades como Canadá y Francia, no puede evitar reflejar su verdadero origen y ese no es sino Chile por sus cuatro costados. En Loreak, la palabra se hace mínima, su coreografía baila en una baldosa, sus silencios son largos y la hondura de lo que expresa, sublima la sensación de que lo fundamental es fundamentalmente efímero.La película de Jiménez se desenvuelve sobre un alud de palabras. Todos y cada uno de sus personajes, no cesan de articular voces, voces que no son en off, como sugiere su título, salvo en su último minuto.
Son voces que se superponen, que no cesan, que se atropellan unas a otras y que rara vez se detienen para escucharse uno al otro. Dos maneras de entender y de situarse en el mundo. Dos manifestaciones cinematográficas en las que el poso de la cultura evidencia que no todo está globalizado.
El gruista enamorado
Jon Garañaga y Jose Mari Goenaga poseen una cualidad valiosa, les basta lo mínimo para profundizar en lo extraordinario. En consecuencia Loreak se debe a una naturaleza de emoción y contención, un equilibrio sólido y estable hecho y rehecho no por lo que se dice sino por lo que queda guardado, por lo que la boca no enuncia, aunque lo estén gritando los movimientos ordinarios, los pequeños tics, las miradas, los rostros.
Desde su arranque, Loreak opta por la sobriedad y la sencillez. Su historia, sin desvelar su argumento, gira en torno a algo tan escurridizo y subjetivo como la calidad de los sentimientos, la bondad de los afectos. Como la inolvidable canción de Cecilia, en Loreak, una mujer todavía joven, en el amanecer de la menopausia, comienza a recibir bellos ramos de flores. No sabe quién se los envía ni por qué. Piensa que tal vez sea su marido, un hombre de escasas palabras y gesto circunspecto.
Se trata de un misterio que, todos los jueves, semana a semana alimenta un volcán de esperanzas allí donde amenaza con perpetuarse la escarcha del envejecimiento. Con ella arranca la película. Con la inquietud de escuchar la noticia de que, para esa mujer, el tiempo de la maternidad empieza a estar marchito.
Un tiempo, como concepto, que resulta sustancial en este filme y que escoge como símbolo algo tan frágil y evanescente como las flores. Con ellas Garañaga y Goenaga levantan un argumento de ecos y articulaciones; de coincidencias y de significados. Las flores devienen en metonimia de los ritos sociales, en espejo de las emociones, en rastro de lo que somos y fuimos. Durante unos minutos, el espectador se ve zarandeado por la incertidumbre de un argumento que progresivamente se irá complicando. Porque esas flores unirán en su enigma a tres mujeres, tres retratos precisos, inmensos, penetrantes.
Los planos se ven equilibrados y bien compuestos; el montaje, por corte, reconstruye un escenario de planos cortos, una disección sobre cómo pasa la vida y como sobreviene el envejecimiento. No hay estridencias. No hay desbordamientos ni grandes traiciones. Todo en Loreak crece sobre la inmensa capacidad de observación de sus autores.
Lo más inolvidable de Loreak descansa en su habilidad para hacer real, comprensible y escalofriantemente verídica la plasmación de sus principales personajes. Lo más discutible, allí donde puede partirse esa columna de cristal que lo sostiene, se esconde en la debilidad de una estructura de guión que, en nombre de la causa-efecto, asume algunas situaciones altamente cuestionables. Pero poco importa esa fragilidad que, especialmente, en su último tercio, amenaza su integridad. En especial porque en su zona media, allí donde las tres protagonistas se entrelazan en esa encrucijada que las separa y las une, la película alcanza una soberbia cota de cine atravesado por lo poético.
Los secretos de papá
Hace tres años, Christian Jiménez se presentó en Cannes, en Un certain regard, con Bonsai, basado en la novela homónima de Alejandro Zambra. Y con Bonsai, Jiménez se dio a conocer como cineasta para medio mundo. Escritor, productor, guionista, actor y director, Christian Jiménez posee una personalidad desbordante que maneja con destreza un notable poso académico que se siente fuerte en el manejo del verbo.
La palabra desbordaba las entrañas de Bonsai, con un discurso puesto al servicio de un grupo de personajes jóvenes tan escasamente relevantes como obviamente irritantes y vacíos. La palabra preside y no se interrumpe ni por un momento en La voz en off, crónica coral de un grupo familiar en el que sus diferentes miembros rezuman una alta dosis de cretinismo.
Pasaba con Bonsai y acontece con este filme, aunque con más méritos cinematográficos. No queda claro cuál es la posición de Jiménez ante sus criaturas, ni cuáles son sus verdaderas intenciones. ¿Percibe el director la insufrible vacuidad de sus personajes, su tremenda mediocridad o, por el contrario, le resultan atractivos?
Basta con traer a colación a uno de ellos, a Sofía, una mujer de 35 años, con dos niños repelentes, vegetariana ¿convencida?, separada de un marido con turbante que, lo dice ella misma, se dedica a tomar prestados haikus de internet para mostrar una profundidad intelectual que evidentemente no tiene. Ha hecho la promesa de liberarse de internet, arroja el móvil al agua y se desahoga sexualmente con un amante del que hace como que huye pero al que vuelve de vez en cuando. Con ella como referencia, a su lado, el entorno familiar no tiene desperdicio. Una hermana a la que le gustaría ser Lisbeth Salander y que regresa al hogar para que el padre le pague a su novio europeo un delirante negocio editorial. Un padre de oscuro pasado que, al parecer ha engañado siempre a su madre,… un cuadro familiar que, en algún momento, consigue encender la chispa del humor y que, en otros, se precipita en las sombras del egoísmo de sus integrantes.
Un fresco de un Chile contemporáneo con personajes irrelevantes y algún instante inspirado. A diferencia de Loreak, aquí se habla mucho más, pero se dice bastante menos.
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