Precedida por suspicacias y recibida con prejuicios, Lasa eta Zabala se presentó ayer fuera de concurso, dentro de la Sección Oficial de la Zinemaldia. Indudablemente han sido unos prolegómenos algo crispados que poco o nada tienen que ver con sus valores fílmicos ni con su contenido, que hasta ayer no era público. Probablemente sean esas críticas a las subvenciones y apoyos, al tema y a su tratamiento, los entremeses de un posicionamiento ideológico que dará paso en los próximos días a debates y objeciones, porque la película dirigida por Pablo Malo se zambulle en el material candente de un crimen cuyas heridas políticas todavía siguen humeando.
El filme se abre con unos títulos de crédito en los que se encierra la parte más creativa y original de la película. Se trata de un juego de imágenes, tipografías e iconos del tiempo en el que transcurrieron los hechos que se narran. Una apertura ruidosa y vibrante que resulta cuando menos esperanzadora sobre lo que nos aguarda en su interior. De hecho, tras nombrar a sus principales artífices, Pablo Malo introduce su autoría como máximo responsable de la película sobre un fotograma de significado evidente.
En ese instante en el que terminan los créditos y va a comenzar el filme, Pablo Malo inscribe su nombre sobre el plano de la fosa en la que fueron enterrados Lasa y Zabalza tras recibir los tiros de gracia. Es decir, Pablo Malo parece dispuesto a penetrar en el fondo de los hechos, a desenterrar la verdad asomándose al borde del precipicio. ¿Lo hace?
Obviamente no. Porque ahí reside el mayor problema de todos, que no estamos ante el filme de un cineasta que subjetivamente se interroga, se roza y se arriesga sobre los agujeros negros de los hechos, sino ante un encargo por el que un director asume un trabajo de ilustración. Y lo hace con la única guía del sumario del juicio y con un guion preexistente que se toma algunas libertades argumentales que añaden más confusión a lo que más que ser recreado necesita ser iluminado y apre(he)ndido.
La mayor debilidad estructural de Lasa eta Zabala se encuentra en la palabra impresa, en un libreto que se limita a redibujar con interpretaciones, más o menos irregulares, más o menos verosímiles, una cronología de hechos y nombres. Por más que la película se llame Lasa eta Zabala, poco o nada se nos dice de ellos, nada sabremos que no supiéramos antes de quiénes eran, qué hacían, qué sentían y por qué murieron. Pablo Malo, un cineasta cuya obra anterior nada tenía que ver con el cine político, resuelve con más oficio que talento, con más precaución que pasión, la cronología de los hechos narrados. Y en esos hechos hay puntos altamente discutibles, como la creación del personaje de Federico, símbolo inventado de la mirada más sensata y equilibrada que se ve en el filme, pero figura inexistente en la realidad, aunque sea con su tumba, en su tumba, donde culmine este filme de estética setentera y de realización convencional.
El filme no abre caminos nuevos ni aporta nada que no sea algo publicado y enjuiciado por los tribunales. Sabemos quiénes fueron considerados culpables, se nos enseñan las torturas y los asesinatos, se recrea artificiosamente el proceso judicial y el camino hacia la tumba de ambos, pero nada aporta, nada mueve ni conmueve más allá de lo que cada espectador lleva consigo a cuestas en función de su conocimiento y afinidad con el caso referido.
Lo más decepcionante del filme de Malo consiste en que, con independencia de la necesidad de contar los hechos narrados, se pierde la oportunidad de aportar un testimonio que vaya más allá de donde fueron películas de Miguel Courtois. De hecho, aquí acontece como ocurría con la película GAL (2006), que aunque los datos se aproximen a la realidad, su esencia, la verdad de esa realidad desmenuzada, se percibe lejos de este contenido.
Nuestra puntuación
Inerme ilustración de dos muertos asesinados