Nuestra puntuación
Agridulce inconsistencia
Argentina, Francia y Canadá no son precisamente pequeñas potencias, en el mercado de valores de lo cinematográfico. De los tres países hemos sabido para bien de las excelencias de sus mejores maestros y de sus grandes películas. Ayer, pese a la solvencia de su origen y pese al prometedor currículum de sus autores, la sensación que al final de la jornada se impuso, fue la de una olvidable tibieza, mezcla de estupor y decepción.
El filme argentino, Aire libre, recibió algunos silbidos y evidenció que sus modelos de partida quedaron ya establecidos hace algunos años. Por su parte el filme francés, Eden, goza de una magnífica dirección, pero carece de personajes relevantes. Finalmente, la película canadiense, dilapida un fulgurante arranque por culpa de un excesivo y desconcertante deseo de concordia y comprensión. En los tres casos no faltaron virtudes ni cualidades. Pero en los tres casos, al terminar sus respectivas proyecciones, la sensación final, aquella que nunca es la suma aritmética de los ingredientes que la constituyen, tuvo el regusto agridulce de la inconsistencia.
El filme argentino, Aire libre, recibió algunos silbidos y evidenció que sus modelos de partida quedaron ya establecidos hace algunos años. Por su parte el filme francés, Eden, goza de una magnífica dirección, pero carece de personajes relevantes. Finalmente, la película canadiense, dilapida un fulgurante arranque por culpa de un excesivo y desconcertante deseo de concordia y comprensión. En los tres casos no faltaron virtudes ni cualidades. Pero en los tres casos, al terminar sus respectivas proyecciones, la sensación final, aquella que nunca es la suma aritmética de los ingredientes que la constituyen, tuvo el regusto agridulce de la inconsistencia.
La casa de la disputa
Anahi Berneri apareció hace siete años en el Zinemaldia con su segundo largometraje a cuestas: Encarnación. Aquella historia de una vedette que ya no cumpliría los 50, le servía a Anahi Berneri para esbozar un inteligente y envenenado retrato sobre las convenciones familiares, sobre el mundo de los sueños y la adolescencia, sobre las utopías artísticas y las ambiciones mezquinas. Era su segundo largo; con el primero, Un año sin amor, Berneri había protagonizado uno de los despegues más brillantes en una directora que comienza su trayectoria.
Así que había motivos más que suficientes para presuponer que Aire libre, su cuarto largometraje, podía ser una de esas películas que revaloriza a un certamen como el donostiarra. No fue así. Pese a que esa radiografía sobre la tormentosa relación de una pareja que se humilla y castiga sin piedad dibuja un crescendo inquietante; pese a que la tragedia y la explosión de violencia hacen ulular las sirenas en cada nuevo tramo de su argumento, Anahi Berneri, cineasta que no cede a la concesión ni al guiño comercial, se atraganta por culpa de la escasa química entre sus dos principales protagonistas, Leonardo Sbaraglia y Celeste Cid. Por su (no) hacer y por la penosa presencia de un niño que pretende ser odioso y que lo consigue hasta arruinar él solo media película.
Bueno, no toda la culpa la tiene el chaval: la responsabilidad recae en un guión que en los momentos malos parece inspirado por Esta casa es una ruina y La guerra de los Rose, pero sin humor ni tragedia, y en los mejores, se diría que trata de imitar a Lucrecia Martel. Y eso es lo peor de esta radiografía a una pareja en proceso de descomposición, que sobre ella se imponen más los recuerdos que le lastran que las imágenes que por sí misma es capaz de convocar.
Por otro lado, a Aire libre, paradójico título porque el filme transmite el malestar permanente de una situación claustrofóbica, le ocurre como a varias de las obras presentes en esta edición; que más allá del brillo de su realización, los personajes y las entrañas vitales que deben conferirles sentido carecen de interés. De hecho, pese a apreciar las intenciones de Anahi, pese a vislumbrar que en el guion se ha sembrado buen material simbólico y una potente arquitectura estructural hecha de oficio y rigor, ni sus dos protagonistas; ni el citado niño, hecho de capricho pijo y empalago insufrible; ni los secundarios fantasmales que por allí pasan, logran despertar ninguna (com)pasión.
Así que había motivos más que suficientes para presuponer que Aire libre, su cuarto largometraje, podía ser una de esas películas que revaloriza a un certamen como el donostiarra. No fue así. Pese a que esa radiografía sobre la tormentosa relación de una pareja que se humilla y castiga sin piedad dibuja un crescendo inquietante; pese a que la tragedia y la explosión de violencia hacen ulular las sirenas en cada nuevo tramo de su argumento, Anahi Berneri, cineasta que no cede a la concesión ni al guiño comercial, se atraganta por culpa de la escasa química entre sus dos principales protagonistas, Leonardo Sbaraglia y Celeste Cid. Por su (no) hacer y por la penosa presencia de un niño que pretende ser odioso y que lo consigue hasta arruinar él solo media película.
Bueno, no toda la culpa la tiene el chaval: la responsabilidad recae en un guión que en los momentos malos parece inspirado por Esta casa es una ruina y La guerra de los Rose, pero sin humor ni tragedia, y en los mejores, se diría que trata de imitar a Lucrecia Martel. Y eso es lo peor de esta radiografía a una pareja en proceso de descomposición, que sobre ella se imponen más los recuerdos que le lastran que las imágenes que por sí misma es capaz de convocar.
Por otro lado, a Aire libre, paradójico título porque el filme transmite el malestar permanente de una situación claustrofóbica, le ocurre como a varias de las obras presentes en esta edición; que más allá del brillo de su realización, los personajes y las entrañas vitales que deben conferirles sentido carecen de interés. De hecho, pese a apreciar las intenciones de Anahi, pese a vislumbrar que en el guion se ha sembrado buen material simbólico y una potente arquitectura estructural hecha de oficio y rigor, ni sus dos protagonistas; ni el citado niño, hecho de capricho pijo y empalago insufrible; ni los secundarios fantasmales que por allí pasan, logran despertar ninguna (com)pasión.
Maneras de vivir
Justo lo contrario acontece con la primera media hora del filme canadiense de Maxime Giroux, Felix and Meira, que ofrece en su apertura una poderosa construcción de personajes en lo que rápidamente se entiende como un duelo de maneras de vivir. Tras una cargada historia de trabajos en el mundo del videoclip y el cortometraje, Giroux, nacido en Montreal, desembarcó ayer en Donostia justo después de haber presentado Felix and Meira en el festival de Toronto donde ganó el premio al mejor filme canadiense. Como aquí no hay premios específicos para el cine de esa nacionalidad, lo normal es que Felix and Meira quede fuera del palmarés porque Giroux malogra el alto interés del tema que toca por una incomprensible voluntad de no mancharse.
Como una versión bizarra de Romeo y Julieta, Giroux aborda el imposible idilio entre una esposa judía, madre de un bebé de pocos meses, y un soltero sin fe al que el inminente fallecimiento de su padre puede significarle una jugosa herencia. Durante largos minutos, Giroux se introduce en el corazón profundo de los ritos judíos, recrea sus ceremonias, reproduce sus canciones y muestra el hastío y la frustración de la joven Meira, aburrida y joven madre y esposa que se consuela escuchando discos clandestinamente o tomando anticonceptivos para evitar engendrar los 14 hijos a los que puede estar predestinada.
El tema, y este filme sí que ofrecía un contexto digno de explorar, gira en torno a la libertad del individuo frente al grupo; una inmersión en los aguas turbias de las exigencias de una comunidad tan conservadora, cerrada y jerarquizada como los judía jasídica. Hace un año, John Turturro, con la amigable ayuda de Woody Allen, hacía algo semejante: intentar levantar el visillo que oculta la convivencia familiar de la cultura ortodoxa judía. En aquel filme, Turturro, que no desplegaba la artillería pesada y Allen, que tampoco quería hacer sangre con los ancestros de su origen, pasaban de puntillas por ese universo pautado de reglas y obligaciones, de lazos de sangre y sangre que ancla, no sin aclarar que la viuda de un rabino por muy viuda que fuera, rara vez consigue escapar del círculo al que pertenece.
En la película de Giroux, el argumento fantasea hasta rizar el rizo del verosímil. Su historia de amor, que cuenta con una excelente interpretación de Hadas Yaron, la joven Meira del título, evita tomar los caminos tortuosos que se le presuponen para optar por un atajo que ni convence por su conclusión ni se roza con la verdad del tema que analiza. De más a menos, Felix and Meira deja el recuerdo de un puñado de imágenes casi terroríficas en su descripción del ámbito judío y una superficialidad en su resolución que duele y decepciona.
Como una versión bizarra de Romeo y Julieta, Giroux aborda el imposible idilio entre una esposa judía, madre de un bebé de pocos meses, y un soltero sin fe al que el inminente fallecimiento de su padre puede significarle una jugosa herencia. Durante largos minutos, Giroux se introduce en el corazón profundo de los ritos judíos, recrea sus ceremonias, reproduce sus canciones y muestra el hastío y la frustración de la joven Meira, aburrida y joven madre y esposa que se consuela escuchando discos clandestinamente o tomando anticonceptivos para evitar engendrar los 14 hijos a los que puede estar predestinada.
El tema, y este filme sí que ofrecía un contexto digno de explorar, gira en torno a la libertad del individuo frente al grupo; una inmersión en los aguas turbias de las exigencias de una comunidad tan conservadora, cerrada y jerarquizada como los judía jasídica. Hace un año, John Turturro, con la amigable ayuda de Woody Allen, hacía algo semejante: intentar levantar el visillo que oculta la convivencia familiar de la cultura ortodoxa judía. En aquel filme, Turturro, que no desplegaba la artillería pesada y Allen, que tampoco quería hacer sangre con los ancestros de su origen, pasaban de puntillas por ese universo pautado de reglas y obligaciones, de lazos de sangre y sangre que ancla, no sin aclarar que la viuda de un rabino por muy viuda que fuera, rara vez consigue escapar del círculo al que pertenece.
En la película de Giroux, el argumento fantasea hasta rizar el rizo del verosímil. Su historia de amor, que cuenta con una excelente interpretación de Hadas Yaron, la joven Meira del título, evita tomar los caminos tortuosos que se le presuponen para optar por un atajo que ni convence por su conclusión ni se roza con la verdad del tema que analiza. De más a menos, Felix and Meira deja el recuerdo de un puñado de imágenes casi terroríficas en su descripción del ámbito judío y una superficialidad en su resolución que duele y decepciona.
Des-control
En Eden habita la que sin duda fue la mejor dirección de las tres películas ayer vistas. Buena amiga del festival, donde ha participado como miembro del jurado, Mia Hansen-Løve se adentra con Eden en el mundo de los DJ ́s parisinos con una pieza que puede ser explicada como la versión francesa, de lo que Winterbottom hizo en su día con el llamado sonido Manchester, en 24 Hour Party People (2002) o lo que Anton Corbijn recreó con la historia de Joy División en Control (2007).
Mia Hansen-Løve reconstruye, con elipsis y requiebros temporales aparentemente subjetivos, la deriva de algunos de los máximos artífices de la música disco francesa desde el amanecer de la década de los noventa hasta nuestros días. Centrada en la figura de Paul, uno de los dos integrantes del grupo Cheers, la directora realiza un ensayo concomitante al que hace un par de años hiciera Olivier Assayas sobre su propia juventud en Aprés mai/Something in the air (2012).
En Eden, con el obsesivo telón de fondo y reiterado sonido en primer plano de la música techno, lo que se describe es la ascensión y caída de un prometedor y exitoso DJ que tras triunfar en los años 90, se arrastra en el comienzo del siglo XXI hasta su total descalabro y reinvención en la actual década.
Aunque omnipresente, pronto se percibe que la música es el pretexto y que lo que a Mia Hansen-Løve le ocupa y preocupa apunta a desbrozar la parábola del fracaso por el exceso.
Más allá de las referencias históricas, su actuación en el PS1 de Nueva York, su escalada de fiestas y éxito, lo que a Hansen-Løve le interesa es reinterpretar el desmoronamiento de Paul, sus desequilibradas relaciones sexuales y su creciente tóxico-dependencia.
Como suele ser habitual en estos relatos que redibujan los estragos de las llamadas drogas, sea alcohol, heroína, cocaína o lo que sea, a medida que aumenta la dosis de polvo metido, se diluye la densidad dramática del personaje. Al final, todas las víctimas del enganche se parecen entre sí y todas ven emborronar su identidad para reiterar el mismo títere desautorizado de voluntad.
En Eden, en un reparto coral, en un constante ir y venir de personajes sin relieve, de sujetos sin subjetividad, se asiste a una perturbadora ceremonia de la confusión. La dirección de Mia Hansen-Løve denota capacidad y saber. Cuando el filme lleva una hora de no relatar apenas nada y de mostrar mucho, parece que han pasado diez minutos; cuando culminan sus dos horas largas, de su principal personaje casi nada nos interesa. Queda eso sí, el ruido y la furia de una generación tan vacía de sentido como henchida de cocaína.
Mia Hansen-Løve reconstruye, con elipsis y requiebros temporales aparentemente subjetivos, la deriva de algunos de los máximos artífices de la música disco francesa desde el amanecer de la década de los noventa hasta nuestros días. Centrada en la figura de Paul, uno de los dos integrantes del grupo Cheers, la directora realiza un ensayo concomitante al que hace un par de años hiciera Olivier Assayas sobre su propia juventud en Aprés mai/Something in the air (2012).
En Eden, con el obsesivo telón de fondo y reiterado sonido en primer plano de la música techno, lo que se describe es la ascensión y caída de un prometedor y exitoso DJ que tras triunfar en los años 90, se arrastra en el comienzo del siglo XXI hasta su total descalabro y reinvención en la actual década.
Aunque omnipresente, pronto se percibe que la música es el pretexto y que lo que a Mia Hansen-Løve le ocupa y preocupa apunta a desbrozar la parábola del fracaso por el exceso.
Más allá de las referencias históricas, su actuación en el PS1 de Nueva York, su escalada de fiestas y éxito, lo que a Hansen-Løve le interesa es reinterpretar el desmoronamiento de Paul, sus desequilibradas relaciones sexuales y su creciente tóxico-dependencia.
Como suele ser habitual en estos relatos que redibujan los estragos de las llamadas drogas, sea alcohol, heroína, cocaína o lo que sea, a medida que aumenta la dosis de polvo metido, se diluye la densidad dramática del personaje. Al final, todas las víctimas del enganche se parecen entre sí y todas ven emborronar su identidad para reiterar el mismo títere desautorizado de voluntad.
En Eden, en un reparto coral, en un constante ir y venir de personajes sin relieve, de sujetos sin subjetividad, se asiste a una perturbadora ceremonia de la confusión. La dirección de Mia Hansen-Løve denota capacidad y saber. Cuando el filme lleva una hora de no relatar apenas nada y de mostrar mucho, parece que han pasado diez minutos; cuando culminan sus dos horas largas, de su principal personaje casi nada nos interesa. Queda eso sí, el ruido y la furia de una generación tan vacía de sentido como henchida de cocaína.