El hombre al que no se le veía venir
Desde el año de Muerte entre las flores, uno de los más intensos frutos salidos de la huerta de los hermanos Coen, presente en la sección oficial del Zinemaldia de 1990, no se había visto un thriller tan sólido en este festival. Aquel año, un jurado compuesto por demasiados directores y entre los que estaban Ken Loach y Axel Corti, castigó la nacionalidad de la película dirigida por Joel Coen y no quiso reconocer en toda su plenitud la calidad de su trabajo. Aquel año, en el pase de prensa, tras la conclusión de una brillante secuencia en la que se asistía a un espectacular tiroteo trufado por un aria de ópera, el público del Victoria Eugenia, en mitad del filme, le dedicó unánimemente uno de los más cálidos aplausos que se recuerden.
Ayer, durante la proyección, las palmas no repicaron. Pero sí resonó durante toda la sesión un silencio sobrecogido ante un filme hecho de geometrías precisas, alumbrado por el afinado cálculo matemático de un hábil arquitecto de la puesta en escena. The Drop (La entrega) no sería posible por cierto, de no haber existido antes películas la citada Muerte entre las flores y de no existir series como Fargo. Curiosamente ambas tienen la signatura de los Coen en su seno, aunque no sean ellos los únicos y decisivos nutrientes del mucho cine que esta película lleva dentro.
En The Drop, Michael R. Roskam mueve la cámara con una destreza que provoca escalofríos. No sobran planos, no faltan detalles, no hay concesiones, no pierde el tiempo. Roskam (pro)viene de Bélgica. Allí nació y en Bruselas estudió pintura y arte contemporáneo antes de dedicarse al cine. De lo primero guarda un ejemplar sentido para la composición. De lo segundo, un evidente talento para crear historias en el cine. Su primer filme, Bullhead (2011) rodado en Bélgica, en francés y alemán, le dio el pasaporte para llegar a EE.UU.
El segundo es éste, The Drop, un denso e intenso relato recreado a partir de una historia de Dennis Lehane. Como todavía suena más Lehane que el citado Roskman, la publicidad que acompaña al filme insiste en recordar que la película parte de una historia del escritor de Mistyc River, Shutter Island y, por qué no, de The Wire.
Sin negar que algo del autor de todo eso se vierte aquí, también hay que señalar que en The Drop, en su planificación pausada, en su remanso sangriento, en esa solemnidad clásica que se cuestiona por la culpa y que maneja sabiamente los entresijos del suspense y el misterio, hay que hablar de la feliz confluencia de muchos profesionales en su creación.
Por ejemplo, de un reparto solvente en el que el carismático Gandolfini hace un papel testamentario. Tampoco queda mal parado Tom (Inception) Hardy. E incluso Noomi Rapace, de quien personalmente ya no esperaba demasiado, sale bien librada de esta oscura aventura en un Brooklyn dominado por la mafia chechena. Un mundo en el que se venden iglesias, se desmoronan viejos regímenes, cambian las mafias, pero la resolución del (anti)héroe individual sigue siendo la llave de la redención. Cine yanqui al ciento por ciento. Alto oficio, pulcro acabado. Solo es un thriller con articulaciones de acero. Nada eterno, pero sí algo que le da al espectador la garantía de lo bien concebido y de lo mejor parido.
El baile del robot
Autómata da la sensación de que ha escogido el peor de los mercados, el de Donostia, para probar sus bondades. Autómata es ciencia ficción de alto voltaje, cine de género fantástico que nace sobre un despliegue de esfuerzo y rigor inusitado en una cinematografía tan doméstica como la española. En síntesis lo que Autómata refleja es el final de la especie humana, ese tramo postrero de un escalón en el que la humanidad agoniza víctima de sus excesos armamentísticos, y en donde los robots están a punto de protagonizar un nuevo salto evolutivo.
Precedentes de ese argumento los hay muchos y en especial dentro del anime japonés: de Otomo a Oshii; de Akira a Innocence. La originalidad del filme de Gabe Ibáñez reside en la frescura de una estética que, sin complejos ni timidez, salta a un ruedo ocupado básicamente por el cine norteamericano y con algunas incursiones del cine francés y nipón. O sea, una liga en la que hasta ahora no existía el cine español, o de existir, se refugiaba en estéticas menos comprometidas con la cibercultura y los efectos especiales.
A Autómata justo es reconocerle valentía y brillantez en la puesta en escena. Hay en ella, minutos de atractiva apariencia. También está la presencia de Antonio Banderas, que parece jugar un papel análogo al que jugaba Sandra Bullock en Gravity. Y Banderas, que sigue siendo mucho más actor de lo que algunos le conceden, se deja la piel con un guión mal armonizado y con unos diálogos de difícil justificación. Bastaría con recordar la secuencia del baile final con el robot de rasgos femeninos, una danza de amor en la que el director no puede o no sabe mostrar las emociones que están escritas en el guión, para entender dónde reside el talón de Aquiles de un filme que da la impresión de que quiere soldar la angustia de Stalker con la acción de Star Wars. O sea, un híbrido imposible, una aventura que en festivales como Sitges encontrará un público mucho más receptivo.
La idea descabellada
Lo dice en los últimos minutos el policía compañero del protagonista, el Nikolaj Coster-Waldau de Juego de tronos. “Descarté la idea por descabellada”, viene a comentarle cuando ya se ha descubierto todo el meollo sobre el que gira este argumento de arabescos delirantes que nadie podrá creer. Si Susanne Bier se hubiera molestado en deletrear lo que su personaje dice: descabellado, o sea aquello que va fuera de orden, concierto o razón, se hubiera tomado el trabajo de reescribir el argumento dándole una consistencia que ahora no tiene.
Como no lo ha hecho, obliga al público a acompañar durante 105 minutos a su principal personaje a lo largo de un periplo anémico, porque el motor que lo mueve resulta inverosímil. Y sin embargo, A Second Chance alberga en su interior detalles muy estimables y la factura siempre excelente que aporta el cine danés. Producida dentro de la factoría Zentropa, con actores en buena medida reconocibles y reconocidos, A Second Chance gira en torno a una espiral de problemas en la que se ve metido un policía acosado por la fragilidad psicológica de su mujer y atribulado por la cotidianeidad violenta a la que le obliga su trabajo.
Susanne Bier, la versátil directora que a estas alturas resulta impredecible, se ahoga aquí en un juego de niños, en un mar de dudas que, cuando funciona, recrea reliquias de Shakespeare y cuando se tambalea y cae, parece un mal episodio televisivo sobre la maternidad y sus extravíos.