Lunes de cuaresma y tedio
casanovavariationsLa jornada del lunes se llenó de monotonía e insustancialidad. Tras dos días de buen nivel con películas tan reseñables como The drop y La isla mínima, la sección oficial de la Zinemaldia se llenó ayer de excesos huecos y de reiteraciones sin sustancia ni fin. Sobre el papel prometía mucho. Estábamos frente a tres propuestas muy diferentes. La película coreana, cinematografía que en los últimos 15 años nos ha dado innumerables muestras de vigor, originalidad y talento, venía dirigida por Shim Sung-ho, el guionista de Memories of murder; Phoenix significaba la revalidación de Christian Pertzold, el director alemán autor de la sugerente y equilibrada Barbara; y finalmente Casanova Variations se elevaba sobre algunos de los mejores legados de la gran cultura europea al servicio, eso sí, de una figura histriónica llamada John Malkovich.
La esperanza de que nos esperaba un gran día, se desvaneció sin dejar posos ni rastros. Ninguna de las tres, por diferentes motivos, da muestras de contener los ingredientes necesarios que deben poseer las películas que participan en un certamen de esta categoría. La Sección Oficial, como el día, se llenó de oscuras nubes.
 
Obra total, total desmesura

Ante propuestas como Casanova Variations de nada valen las medias tintas. Desde su génesis a su concreción, todo en esta empresa gira sobre la sublimación del exceso, todo es barroquismo sin mesura.
Mezcla de vanidad intelectual y de falta de pudor interpretativo, la película es capaz de enhebrar a Mozart con Casanova, de fundir ópera con teatro puesto todo y a todos al servicio de un Malkovich con quien ya no está claro cuándo comienza el actor y cuándo el personaje que está encarnando. A estas alturas, Malkovich se ha convertido en el personaje que representa.
Antes de ser cine, de hacerse cine, Casanova Variations fue un espectáculo escénico que ha recorrió con éxito y fervor un periplo de escenarios operísticos internacionales. Fruto del entendimiento entre su director, Michael Sturminger con John Malkovich, viejos colaboradores y amigos, Casanova Variations fue concebida como un híbrido entre el verbo y la música, un fundido entre la presentación y la representación. Se trata de un musical dramático vibrante y ebrio, rebosante de referencias e insaciable en su ambición. El filme se mueve en tres niveles, entre cuyos intersticios cabría señalar al menos otros tres vértices-bisagras que, como un juego de reflejos, multiplican y amplifican los ricos matices de los que se sirve.  El fin no es sino el de desnudar a Casanova, el de pegarse a su piel y acompañarle en su último suspiro.
Para ello, la película se mueve en tres pisos. En el plano de la realidad, donde Malkovich es Malkovich y donde se habla sobre las anécdotas que rodean su figura; en el plano teatral, donde Malkovich interpreta a Casanova rodeado de sus propios escritos, y en el plano de la ópera donde Malkovich se sirve de un tenor vestido igual que él para, en los instantes finales, cantar un dueto juntos en un ejercicio de insólita seguridad en sus propias fuerzas.
Ante este ensayo arrebatado y disparatado, pedir solidez, equilibrio y serenidad, sobra. Irregular en su ritmo, Sturminger y Malkovich saben que lo que se traen entre manos posee la capacidad de echar de la sala a la mayoría. Pero en un ejercicio de ensimismamiento absoluto, el filme permanece fiel a sí mismo y poco a poco teje una de las más inolvidables mascaradas sobre Casanova y su leyenda, sobre la figura histórica y la creencia popular.
En ese panorama, la mayor y merecida objeción apunta a que Sturminger apenas ha ido más allá de lo que ya había sido representado en Óperas y Teatros. Esos apuntes personales, ese juego del espacio de representación se quedan en meras ilustraciones. Aquí el cine apenas cuenta más allá que ser el soporte de registro de lo que sucedía en la escena. Y eso, aunque como propuesta es sugerente, como cine aporta muy poco.
La cantante traicionada
Con Barbara, un filme seco y minimalista con el que Christian Petzold dio un recital de contención y sutileza, Oso de Plata en el Festival de Berlín, se pensó que estábamos ante un solvente sucesor del, en otro tiempo, gran cine alemán. Phoenix representaba la oportunidad de certificarlo. Y aunque el filme se llena de reverberaciones cinéfilas, aunque el propio cineasta convoque en un momento la memoria de Lang y La mujer en la luna, poco a poco, su película camina hacia el desastre y el hundimiento.
En Barbara, Petzold hablaba de la Historia reciente, de un pasado que todavía rezumaba emociones y dolor en su propia memoria. Con Phoenix la acción se sitúa en el final de la segunda guerra mundial, en un Berlín en ruinas, con personajes con las heridas abiertas y el horror todavía anclado en el fondo de sus pupilas. La referencia a Lang en Phoenix parece oportuna porque Petzold se abrocha al folletín y al melodrama, un territorio que, en manos del autor de Metrópolis, alcanzó cotas insuperadas.
Petzold
también se encomienda a Hitchcock y sin duda, De entre los muertos/Vértigo le ha servido de brújula. Como en el filme de Kim Novak, aquí, en Phoenix se asiste al renacimiento de una mujer muerta. A la reconstrucción de una identidad cuyo rostro ha sido desfigurado, pero cuyos sentimientos permanecen inalterados porque fueron esos sentimientos los que le salvaron de claudicar y morir en los campos de exterminio nazis.
El guión posee poderío y sus personajes reclaman sustento simbólico. Hay en ese argumento meandros de hondura, abismos sobrecogedores. La historia de esa cantante que lucha denodadamente para recuperar lo que era y lo que amaba se proyecta en un final de impresionante belleza, de desgarradora lucidez. Pero Petzold, que supo conjugar lo cercano y lo ordinario que habitaba en Barbara, se derrumba por completo cuando debe sostener un entramado de la densidad que le exige este argumento.
Con una puesta en escena de cartón piedra, con actores limitados, con desgana y sin ninguna convicción, Phoenix nunca pone en vuelo lo que llevaba en su interior. Huérfana de dirección, todo se consume en una mera ilustración groseramente plana, exasperantemente zombie.
La nave del naufragio
El cine coreano, el del Sur se entiende, abunda en la pasión y no muestra ningún temor por ceder al delirio formal y al caracoleo argumental. Haemoo como buen producto coreano nada en esas aguas, o sea, asume en su interior ese desenfreno narrativo. Pero también, y por eso mismo, esconde en su núcleo central una lección obvia, no es lo mismo escribir un guión que dirigirlo.
A Shim Sung-bo le ha ayudado Bong Joon-ho, para quien escribiera hace años Memories of murder, el filme con el que empezó su trayectoria internacional en el Zinemaldia. Producido por Joon-ho, Haemoo se inspira, como el citado Memories, en un suceso real acontecido a finales de los noventa. Es evidente que a Shim Sung-ho le interesa arrojar algunas luces sobre el pasado reciente de su país natal.
En este caso, el filme narra la epopéyica travesía de un pesquero cargado de emigrantes chino-coreanos, una versión hard de La nave de la medusa trufada con todos los estilemas que hacen inconfundible al cine coreano.
Haemoo habla del final de un tiempo, del ocaso de un sistema económico que daría paso a la Corea del bienestar económico. Con el pretexto de recrear un hecho real, Sung-ho abre su película en clave realista para progresivamente zambullirse en un abanico de gestos y géneros expresivos. El horror y el humor salpican un relato que se pretende naturalista y al que terminan contaminándolo hasta teñirlo de ridículo. Por ello y con ello, el resultado se estrella ante tanta falta de equilibrio, ante la nula contención.
Ni la galería de personajes ni la calidad de su interpretación hacen destacable un filme que, más allá de algunos minutos inspirados donde la niebla y la sangre lo envuelven todo, navega en aguas llenas de convencionalismo y fácil concesión.
Please follow and like us:
Pin Share

Deja una respuesta