Hay películas de difícil ubicación. ¿Qué cuentan?, ¿a qué género pertenecen?, ¿a qué se parecen? En el caso de Señor Manglehorn no hay respuesta fácil ni evidente. Tampoco resulta sencillo discernir cuáles son sus fundamentos. Veamos. Tenemos a un peso pesado de pasado ilustre y de presente turbio, Al Pacino. A su lado, una gran dama que conoció tiempos mejores y vivió altos vuelos, Holly Hunter. Entre ambos, en un papel que es algo más que un cameo preñado de guiños para iniciados, un director de culto, Harmony Korine. Sólo por esa mezcla imposible, ya estaríamos acentuando algo: este señor quiere ser raro.
Al otro lado del muro se adentra en la Alemania de la esquizofrenia, la que se rompió en dos. Se ocupa de un tiempo yermo, el del final de los años 70. Diez años antes, la esperanza de una transformación había sido devorada por la fuerza del ejército. Diez años antes, decenas de primaveras en medio mundo supieron del horror del poder y de su impermeabilidad a toda idea de cambio.
Argumentalmente lo que pone en imágenes este filme, con un prólogo apoyado en una elipsis de tres años y resuelto con un mismo plano fijo de un edificio sin personalidad ni relevancia, es la odisea de Nelly.
Franceses y norteamericanos son especialistas en construir películas sobre ese estadio de perturbación pasajera llamado adolescencia. A ese subgénero, muchas veces resuelto en clave autobiográfica donde la voz del protagonista ejerce de narrador que secuencia a secuencia nos desvela los secretos de su diario personal, pertenece Ciudades de papel.
A Puccini lo mató un cáncer de garganta cuando escribía los últimos compases de Turandot. A Tom Cruise, esta entrega de Misión imposible atravesada por la ópera de Puccini, le ha salvado el cuello porque, tras encadenar una serie de fracasos seguidos, su figura renace gracias a este filme trepidante, hueco y entretenido. Digámoslo rápido. Misión imposible 5 es nada más que puro espectáculo, exaltación acrobática, pero también un solvente producto que se mueve en esa gama de cine de acción y espías a la que pertenecen Jason Bourne y James Bond.
Corría el año 1953, o sea hace 62 años, cuando Jean Becker se colaba en un estudio de cine para, en calidad de ayudante de dirección, colaborar con su padre, también director, en la película No toquéis la pasta. O sea, hace mucho tiempo. Ahora ha cumplido 77 años y su carrera cinematográfica es desigual; con tiempos de ausencia y con quiebros estilísticos de difícil comprensión.
En Hollywood, en el cine americano, el de Estados Unidos, no hay argumento descabellado ni relato que se perciba como insensato. Una de las sensaciones comunes a todo aquel que por primera vez viaja a Nueva York o a Los Ángeles, es comprender que todo el país no es sino un inmenso plató cinematográfico. Nada es irreal cuando lo real es (casi) todo. Así que ningún profesional del cine encuentra serios apuros en hacer verosímil que vuelen los superhéroes entre los rascacielos, que las tormentas de hielo paralicen Central Park o que los marcianos declaren la enésima guerra de los mundos.
La culpa no la tiene el realismo mágico, un ¿género?en cuyo nombre se cometen las barbaridades más injustificadas. La responsabilidad de lo mucho bueno y de lo bastante malo que agita la zozobra de El secreto de Adaline hay que buscarla en el casting, en el tono y en la puesta en escena. Hay en este filme motivos para aplaudir su existencia. Multitud de detalles brillantes, pequeños arabescos de ese buen cine que funde la inquietud con la emoción. Hay tantas buenas razones como momentos en los que la irritación se impone ante su tosca falta de sutileza.
En esa maravillosa trilogía, obra cumbre del cine de animación, llamada Toy Story, fugazmente, en el episodio de su conclusión, se veía la figura de Totoro, la criatura más (a)preciada del universo de Miyazaki. Y esa presencia era un homenaje, un cameo entendible como un acto sincero de respeto y complicidad. No es ningún secreto que Lasseter, padre de Pixar y reencarnación de Disney en la Disney del siglo XXI, admira la obra del cofundador de los estudios Ghibli.
Una frase tomada de un viejo filme del incontestable Lubitsch y la súbita aparición postrera de un Tarantino que ya no cumplirá los cincuenta años, establecen los límites referenciales en los que se mueve este Peter Bogdanovich considerado un maestro en los años 70 y hoy, desconocido para la inmensa mayoría del público que llena las salas de estreno en busca de superhéroes.