Aunque Ant-man pertenece a la factoría Marvel y, aunque para la mayoría de sus espectadores se trata de un superhéroe de papel, sus orígenes tienen algunos precedentes ilustres tanto en el mundo literario como en el cinematográfico. Paradojas de una (in)cultura que ha mirado con suficiencia y desprecio el poder de los tebeos y su capacidad para reescribir en clave pop(ular) algunos de los fundamentos propios del poder simbólico de los mitos.

Si en 1993, Juanma Bajo Ulloa, se hubiese retirado del cine, las reseñas críticas le señalarían como uno más sólidos directores del panorama cinematográfico vasco del final del siglo XX. Ese año presentó su segundo largometraje, La madre muerta; un oscuro thriller sobre una obsesión que forjaba junto a su primer filme, Alas de mariposa (1992), uno de los más personales dípticos de aquel tiempo. Pero no, cuando el historial de Ulloa era rico en parabienes festivaleros, el cineasta alavés se sacó de la manga Airbag (1997).

Colaborador de Joachim Trier (nada que ver con Lars von Trier, por más que ambos (pro)vengan del frío escandinavo), Eskil Vogt tras una cierta experiencia como guionista y cortometrajista, debutó con éste su primer largometraje con sed de autor. Dicho de otro modo, responsable del guión y al mando de la dirección, Voght despliega rápidamente su voluntad de sorprender, su deseo de (man)tener en vilo al público con Blind.

Sin ocultar su pretensión de aspirante a obra mayor, Rupert Goold, un director británico, casi un desconocido aunque con una cierta experiencia televisiva, se aplica con fervor y convicción en Una historia real. Y lo hace como merece un largometraje que representa su puesta de largo, su graduación, su prueba definitiva. Con ambición de autor; con gula de solvencia cinéfila; con la actitud de quien sabe que aquí se la juega.

Más cerca del hacer de Roman Polanski en El baile de los vampiros (1967) que del caricaturizar de El jovencito Frankenstein (1974) de Mel Brooks, este atípico falso documental neozelandés representa una de esas extrañas locuras cinematográficas que suelen ser recordadas a través del tiempo; son piezas que se disfrutan más cuando se evoca su contenido, que en el momento de ser vistas.

El retorno de Terminator, la impactante fábula distópica sobre el duelo entre la máquina y el hombre, no lo hace a bordo de la farsa sino crucificado en la parodia.Y eso es lo grave. Que Terminator/Schwarzenegger ya no se respeta ni a sí mismo ni a lo que para otros significa. Terminator representa(ba) una de esas referencias emblemáticas de un tiempo.

Siempre hay precedentes. Pasos previos que pasaron desapercibidos en su día pero que, al mirar hacia atrás, resultan reveladores. Hay acuerdo en reconocer que antes del holocausto provocado por Hitler, hubo algunos ensayos previos. Por ejemplo, el escarmiento franquista, aquella matanza programada contra miles de prisioneros, falsamente liberados para darles un tiro de gracia, nos recuerda que detrás de la máscara de una guerra mal llamada civil, aquello sirvió para que la maquinaria del horror nazi engrasara sus zarpas.

En un momento determinado, Una segunda madre adquiere un tono amenazador, extraño, casi terrorífico. Corresponde al instante en el que el padre y el hijo de la familia en la que presta sus servicios esa madre que se gana la vida cuidando a un hijo ajeno y limpiando una casa que no le es propia, acechan a su hija. Es uno de esos instantes en que el cine se descubre como un lenguaje poderoso de maneras propias.

A James Cameron se le recuerda por sus empresas desmesuradas, por esos filmes mastodónticos que destrozaban hitos de recaudación al tiempo que abrían nuevas formas o imponían modelos a imitar. Nadie ignora que Cameron fue el creador de Titanic, de Avatar, de Terminator e incluso de la segunda entrega de Aliens.