La culpa no la tiene el realismo mágico, un ¿género?en cuyo nombre se cometen las barbaridades más injustificadas. La responsabilidad de lo mucho bueno y de lo bastante malo que agita la zozobra de El secreto de Adaline hay que buscarla en el casting, en el tono y en la puesta en escena. Hay en este filme motivos para aplaudir su existencia. Multitud de detalles brillantes, pequeños arabescos de ese buen cine que funde la inquietud con la emoción. Hay tantas buenas razones como momentos en los que la irritación se impone ante su tosca falta de sutileza.

En esa maravillosa trilogía, obra cumbre del cine de animación, llamada Toy Story, fugazmente, en el episodio de su conclusión, se veía la figura de Totoro, la criatura más (a)preciada del universo de Miyazaki. Y esa presencia era un homenaje, un cameo entendible como un acto sincero de respeto y complicidad. No es ningún secreto que Lasseter, padre de Pixar y reencarnación de Disney en la Disney del siglo XXI, admira la obra del cofundador de los estudios Ghibli.

Una frase tomada de un viejo filme del incontestable Lubitsch y la súbita aparición postrera de un Tarantino que ya no cumplirá los cincuenta años, establecen los límites referenciales en los que se mueve este Peter Bogdanovich considerado un maestro en los años 70 y hoy, desconocido para la inmensa mayoría del público que llena las salas de estreno en busca de superhéroes.