Hay películas de difícil ubicación. ¿Qué cuentan?, ¿a qué género pertenecen?, ¿a qué se parecen? En el caso de Señor Manglehorn no hay respuesta fácil ni evidente. Tampoco resulta sencillo discernir cuáles son sus fundamentos. Veamos. Tenemos a un peso pesado de pasado ilustre y de presente turbio, Al Pacino. A su lado, una gran dama que conoció tiempos mejores y vivió altos vuelos, Holly Hunter. Entre ambos, en un papel que es algo más que un cameo preñado de guiños para iniciados, un director de culto, Harmony Korine. Sólo por esa mezcla imposible, ya estaríamos acentuando algo: este señor quiere ser raro.
Al otro lado del muro se adentra en la Alemania de la esquizofrenia, la que se rompió en dos. Se ocupa de un tiempo yermo, el del final de los años 70. Diez años antes, la esperanza de una transformación había sido devorada por la fuerza del ejército. Diez años antes, decenas de primaveras en medio mundo supieron del horror del poder y de su impermeabilidad a toda idea de cambio.
Argumentalmente lo que pone en imágenes este filme, con un prólogo apoyado en una elipsis de tres años y resuelto con un mismo plano fijo de un edificio sin personalidad ni relevancia, es la odisea de Nelly.
Franceses y norteamericanos son especialistas en construir películas sobre ese estadio de perturbación pasajera llamado adolescencia. A ese subgénero, muchas veces resuelto en clave autobiográfica donde la voz del protagonista ejerce de narrador que secuencia a secuencia nos desvela los secretos de su diario personal, pertenece Ciudades de papel.