Han pasado más de 35 años de La noche de San Lorenzo y 40 de Padre padrone. En esas cuatro décadas ha cambiado el mundo. En aquel tiempo los hermanos Taviani equilibraban plenitud con serenidad, lucidez con energía, compromiso con esperanza. Por ejemplo, La noche de San Lorenzo, para quien no la haya visto, era un ajuste de cuentas, una crónica alegórica llena de dramatismo y poesía sobre el fascismo italiano y sobre la retirada nazi de Italia.

Lo que vivió Europa entre los años 30 y 40 del pasado siglo fue un infierno del que no cesan de aflorar sus espantosas miserias. En ese reparto entre culpables y víctimas, 70 años después de los hechos, se impone poco a poco una reescritura de los delitos y faltas de poderes, ciudadanos y familias más allá del juego perverso de asumir y aceptar que la historia la escribe quien la gana.

Guédiguian encabeza un cine europeo de querencias izquierdistas y vocación beligerante. Proviene de las cenizas del 68 y sabe del final del eurocomunismo. Se ha hecho mayor en una sociedad que cambió la lucha de clases por el iPhone y la Play Station. Pero, como otros muchos, continúa interrogándose por la posibilidad de un mundo mejor.

Cerca de dos años ha tardado este singular y extraordinario trabajo en poder llegar a los cines comerciales. En el Zinemaldia de 2015 empezó su carrera pública. Allí se supo que el trabajo dirigido por Pedro Rivero y Alberto Vázquez era una de esas exquisiteces tan deslumbrante como bizarra. En la ceremonia del Goya celebrada el pasado mes de febrero de 2017, todo su equipo levantaba el cabezón a la mejor película hecha con dibujos animados, en medio de una algarabía jubilosa.

Presentada fuera de concurso en la pasada edición del festival de San Sebastián, hubo un momento desconcertante, cruel y ridículo en la proyección a la prensa especializada. Fue cuando, en medio de la gran secuencia, allí donde se despliega la pasión de los amantes y la tragedia de sus roles enfrentados en un juego macabro, en la escena cumbre, en ese momento decisivo donde debe reinar la emoción contenida y la tensión, saltaron las risas.

La nota dominante de este filme de buena voluntad y débil cinematografía nace de la incómoda contradicción entre la nobleza de lo expuesto y la mediocridad de su prosa. Y eso, en estos casos, irrita todavía más. De hecho, ese “décalage”, esa incoherencia ante este tipo de producciones que apelan a la ética y lo moral pero descuidan el oficio y la autenticidad de la historia que cuentan, resulta doblemente frustrante. Se dirá, en este caso, que no hay una producción a lo Jason Bourne, y que los dineros escaseaban. Sin duda dirán lo cierto.

En el otoño de 2005, el director chileno Matías Bize daba la sorpresa al ganar la espiga de oro del festival de Valladolid con un filme rodado en una habitación, con dos personajes y mucha osadía en una edición en la que estaba el Haneke de Caché y el Lars von Trier de Manderlay. Se tituló En la cama y pocos la vieron. En cuanto a Bize, obtuvo el máximo galardón de la Seminci, no porque el jurado perdiera la razón, sino porque el festival se inventó un galardón por su 50 aniversario y concedió ex aequo ese premio excepcional a Haneke y von Trier.

A Terence Davies lo descubrimos en la época dorada de la Seminci. En aquel tiempo, el certamen vallisoletano era una especie de festival de festivales y cineastas como este británico, de prosa seca y coreografías solemnes, parecía ser uno de esos arquetipos necesarios y fundamentales que tanto gustaba a un festival donde los nombres de Bergman, Tarkovski, Kiarostami, los Dardenne, Egoyan y Haneke marcaron su divisa, ese catálogo ideal que engrandeció su historia. En esos años, Davies hacía el cine que le venía en gana. Se tomaba todo el tiempo necesario y respiraba libertad.

Ahora muchos lo han olvidado, otros nunca lo han sabido, pero lo cierto es que en su comienzo, James Wan fue objeto de posiciones airadamente enfrentadas. La culpa la tuvo Saw (2004), un claustrofóbico relato de horror y sangre en cuyo seno nació Jigsaw, hoy uno de esos grandes referentes del cine de terror que junto a Freddy Krueger, Jason Voorhees, Michael Myers y Leatherface, comanda la galería de los más aterradores monstruos del cine contemporáneo.