Nuestra puntuación
El castigo de la vida eterna
Título Original: THE AGE OF ADALINE Dirección: Lee Toland Krieger Guión: Salvador Paskowitz, J. Mills Goodloe Intérpretes: Blake Lively, Michiel Huisman, Harrison Ford, Ellen Burstyn, Kathy Baker y Amanda Crew País: EE.UU. 2015 Duración: 112 minutos ESTRENO: Julio 2015
La culpa no la tiene el realismo mágico, un ¿género?en cuyo nombre se cometen las barbaridades más injustificadas. La responsabilidad de lo mucho bueno y de lo bastante malo que agita la zozobra de El secreto de Adaline hay que buscarla en el casting, en el tono y en la puesta en escena. Hay en este filme motivos para aplaudir su existencia. Multitud de detalles brillantes, pequeños arabescos de ese buen cine que funde la inquietud con la emoción. Hay tantas buenas razones como momentos en los que la irritación se impone ante su tosca falta de sutileza.
Para empezar por lo positivo hablemos del argumento. El relato de una mujer a la que un accidente mortal en lugar de segarle la vida, le regala una existencia inmutable; la convierte en un vampiro sin colmillos ni fotofobia. En su extravagante e inverosímil punto de arranque, Lee Toland Krieger, director del filme, afronta parecidas dificultades a las que sorteó el David Fincher de El curioso caso de Benjamin Button (2008). En el filme de Fincher, cuantos más años cumplía su protagonista, más rejuvenecía. Aquí, el tiempo pasa y la protagonista permanece.
Permanece en una huida permanente porque, de adivinarse su secreto, de saber su edad, sería convertida en atracción de feria; en freak de laboratorio. Así, El secreto de Adaline nos (a)trae no ya al citado Fincher, sino a Lynch y a los Coen pues algo de todos ellos hay en esta película. Lo que denota que este joven director californiano, 32 años, tres largometrajes, aspira a todo, aunque de momento deba conformarse con buenas intenciones de irregulares consecuencias.
Con el disfraz de melodrama sesentero y espinas recortadas, la protagonista, Adaline, vive aquella condena terrible que agitaba a la niña protagonista de Déjame entrar. Aquí como allí, la fábula fantástica permite bucear en la especulación del tiempo y en las leyes del envejecimiento. O sea en la maldición de quien no (a)cata las reglas del juego que torturan y modelan la condición humana.
A lo largo de ocho décadas, vemos al personaje encarnado por Blake Lively huir y huir. Su propia hija envejece hasta parecer su abuela y ella corre sin destino ni esperanza porque sabe que su reloj biológico nunca se sincroniza(rá) con aquellos a quienes ama. Es la maldición mefistofélica, el veneno de Dorian Gray, la angustia de Sísifo… Campanadas a mito resuenan en un filme al que su director nunca consigue evitar la niebla de la incredulidad ni el peso de una manufactura corroída por las concesiones.
Conjugar la siniestra amenaza del coche que ocasiona en sus minutos finales un terrible accidente con la musculatura de diseño de Michiel (Juego de Tronos) Huisman, provoca estupor. Probablemente Krieger lo supo desde el comienzo, de ahí que buscase en la solidez de Harrison Ford y Ellen Burstyn el contrapeso de una legitimidad que estalla en momentos precisos pero que nunca evita las interrupciones ni las lagunas.
Con ellas a cuestas, aparecen dos salidas. Renegar del fallido experimento y lamentar que se desperdicien las ideas de fondo que lloran desde la profundidad de su relato. O abrazarse a los gestos esquinados servidos por esa no muerta condenada a ver morir a la humanidad sin que a ella le aparezca una sola arruga. En esos recovecos inherentes al retrato de Adaline, nombre de ecos nobles que fue muy común en época romántica, se agazapa ese dilema que desde siempre sacude a la esencia humana; confrontar la condena de la eterna juventud con la maldición de la vejez y el advenimiento de la parca
Para empezar por lo positivo hablemos del argumento. El relato de una mujer a la que un accidente mortal en lugar de segarle la vida, le regala una existencia inmutable; la convierte en un vampiro sin colmillos ni fotofobia. En su extravagante e inverosímil punto de arranque, Lee Toland Krieger, director del filme, afronta parecidas dificultades a las que sorteó el David Fincher de El curioso caso de Benjamin Button (2008). En el filme de Fincher, cuantos más años cumplía su protagonista, más rejuvenecía. Aquí, el tiempo pasa y la protagonista permanece.
Permanece en una huida permanente porque, de adivinarse su secreto, de saber su edad, sería convertida en atracción de feria; en freak de laboratorio. Así, El secreto de Adaline nos (a)trae no ya al citado Fincher, sino a Lynch y a los Coen pues algo de todos ellos hay en esta película. Lo que denota que este joven director californiano, 32 años, tres largometrajes, aspira a todo, aunque de momento deba conformarse con buenas intenciones de irregulares consecuencias.
Con el disfraz de melodrama sesentero y espinas recortadas, la protagonista, Adaline, vive aquella condena terrible que agitaba a la niña protagonista de Déjame entrar. Aquí como allí, la fábula fantástica permite bucear en la especulación del tiempo y en las leyes del envejecimiento. O sea en la maldición de quien no (a)cata las reglas del juego que torturan y modelan la condición humana.
A lo largo de ocho décadas, vemos al personaje encarnado por Blake Lively huir y huir. Su propia hija envejece hasta parecer su abuela y ella corre sin destino ni esperanza porque sabe que su reloj biológico nunca se sincroniza(rá) con aquellos a quienes ama. Es la maldición mefistofélica, el veneno de Dorian Gray, la angustia de Sísifo… Campanadas a mito resuenan en un filme al que su director nunca consigue evitar la niebla de la incredulidad ni el peso de una manufactura corroída por las concesiones.
Conjugar la siniestra amenaza del coche que ocasiona en sus minutos finales un terrible accidente con la musculatura de diseño de Michiel (Juego de Tronos) Huisman, provoca estupor. Probablemente Krieger lo supo desde el comienzo, de ahí que buscase en la solidez de Harrison Ford y Ellen Burstyn el contrapeso de una legitimidad que estalla en momentos precisos pero que nunca evita las interrupciones ni las lagunas.
Con ellas a cuestas, aparecen dos salidas. Renegar del fallido experimento y lamentar que se desperdicien las ideas de fondo que lloran desde la profundidad de su relato. O abrazarse a los gestos esquinados servidos por esa no muerta condenada a ver morir a la humanidad sin que a ella le aparezca una sola arruga. En esos recovecos inherentes al retrato de Adaline, nombre de ecos nobles que fue muy común en época romántica, se agazapa ese dilema que desde siempre sacude a la esencia humana; confrontar la condena de la eterna juventud con la maldición de la vejez y el advenimiento de la parca