Laverty y Loach, en su acercamiento a la biografía de Jimmy Gralton, descubrieron que entre este comunista irlandés, un esforzado practicante de la enseñanza laica, la libertad y el marxismo, y Charlie Chaplin había un paradójico entrelazado. A Chaplin, las autoridades norteamericanas, las mismas que bailaban el agua a Hitler mientras Chaplin filmaba El gran dictador, le prohibieron regresar a EE.UU. privándole de esa libertad de la que alardea un poder político demasiado acostumbrado a abusar de su poder.

La India ejerce una fascinación de peso monumental ante la que han cedido para su desesperación muchos cineastas. Solo los más grandes pudieron salir fortalecidos de ese contacto con un país atravesado por contrastes de baja miseria y alta belleza. Renoir, por ejemplo, filmó una maravilla titulada El río (The river, 1951) y su experiencia resultó determinante para todos los que le sucedieron.

Ante un filme tan ambicioso como Orígenes se corre el riesgo de pasar por alto los pequeños detalles y, en consecuencia, no reparar en un entramado casi imperceptible que no es sino un campo minado. Esa red, anudada con pistas y señales paradójicas, funciona como un mecanismo que hiere e interfiere su argumento: un pulso trucado entre la ciencia y la fe. Un discurso que su realizador y guionista, Mike Cahill, director de Otra Tierra, cree profundo, brillante y original.

En Escobar: Paraíso perdido la figura del famoso narcotraficante se acomete a tiro de mortero. Es decir, el filme no mira frontalmente al delincuente colombiano. En todo caso sus disparos para fijar su posición se realizan desde un punto ciego, el que facilita la relación de su sobrina con un surfista canadiense que llega a las playas colombianas para bailar sobre las olas, pero termina arrastrándose en el fango del crimen organizado.

Hubo un tiempo en el que el nombre de los hermanos Farrelly garantizaba ingenio, incorrección, hilaridad, desfachatez y veneno. Su capacidad de transgresión, unida a su sentido del ritmo, sonaba como trompetas renovadoras de la comedia americana. Títulos como Algo pasa con Mary, (1998) o Yo, yo mismo e Irene (2000), establecieron las cumbres de un humor heterodoxo, renovador.

Desde su primer minuto, Nolan lo deja claro. Interstellar ha sido construida con la ambición perfeccionista de Stanley Kubrick, con el músculo emocional de Frank Capra, con la minuciosidad espectacular de Alfred Hitchcock y con el sentido de la aventura de John Ford. Si lo prefieren, podemos formularlo de otro modo: Interstellar ha sido concebida para hacer historia y para ocupar un lugar de referencia en la cronología del cine.

Pronto se cumplirán veinte años, de aquel movimiento-invento, liderado por Lars von Trier, bautizado Dogma 95. Además de provocar algunos quebrantos entre la crítica más ortodoxa, en su mayor parte fervorosa parroquia del santoral establecido por la Nouvelle Vague, Dogma 95, con sus mandamientos y bromas encubiertas, sirvió para proyectar, más allá de los confines de Dinamarca, a un puñado de directores.

La suma de experiencias de Ricardo Ramón y Beñat Beitia daría lugar a la relación de la mayor parte del mejor cine de animación realizado en los últimos tres lustros en un país que maltrata a los ilus(ionad)os animadores. La relación de cadáveres anónimos, aunque no olvidados, que se han dejado tiempo, trabajo y talento para levantar una industria del cine de dibujos animados en España, es larga.

Figura preeminente del Nuevo Cine Alemán, Win Wenders comenzó su periplo como cineasta tratando de dinamitar la servidumbre del medio cinematográfico con respecto a las reglas del relato: presentación, nudo y desenlace. Sus primeras películas dieron la espalda a la ficción, huían de cualquier idea preconcebida y navegaban sin prejuicios por el pantano de un cine político que ponía distancia con respecto al pasado belicista de la Alemania nazi.