Nacidos para ser recuerdo
Dirección: Christopher Nolan Guión: Jonathan Nolan, Ch. Nolan (historia: Kip Thorne) Intérpretes: Matthew McConaughey, Anne Hathaway, Jessica Chastain, Bill Irwin Nacionalidad: EE.UU. 2014 Duración: 169 minutos ESTRENO: noviembre 2014
Desde su primer minuto, Nolan lo deja claro. Interstellar ha sido construida con la ambición perfeccionista de Stanley Kubrick, con el músculo emocional de Frank Capra, con la minuciosidad espectacular de Alfred Hitchcock y con el sentido de la aventura de John Ford. Si lo prefieren, podemos formularlo de otro modo: Interstellar ha sido concebida para hacer historia y para ocupar un lugar de referencia en la cronología del cine. Aspira a ser obra total y lo es. En su interior los tañidos de referencia van de Borges a Stanisław Lem, de Bradbury a Homero. Se disfraza de ciencia ficción y, como las grandes películas de sci-fi, su laberinto interior sabe del sabor de lo mestizo. Melodrama y western, aventura y tragedia, intimismo y épica, todo junto, nada revuelto.
Hay muchas películas en ésta. Los padres cargan con la responsabilidad de ser los recuerdos de los hijos, materia fantasmal para experimentar y conocer el significado del tiempo. Paternidad y tiempo, marcan un relato que, como El caballo de Turín de Béla Tarr o Melancolía de Lars von Trier, presagia y anuncia el fin del mundo. En este caso, la plaga bíblica es el polvo, un polvo invasor y seco, nube tóxica que cerca a una humanidad donde los caballeros espaciales de ayer, hoy son labriegos desesperados por extraer de la tierra sus últimos frutos.
Coescrita junto a su hermano Jonathan, Christopher Nolan, el cineasta más en forma del star system norteamericano, el reinventor de Batman y autor de Inception, encara un triple salto mortal: moverse en el terreno del mainstream con un guión que enrola en su equipo asesor la guía de Kip Thorne, un ingeniero responsable de legitimar sus hipótesis astrofísicas y hacerlo con un relato profundamente simbólico.
En Interstellar hay, como en su controvertida pero intensa Inception, varios niveles, un cubo de Rubik de tiempos, ritmos y espacios que aportan complejidad a lo que descansa sobre un cuento eterno. Como en muchos cuentos, Interstellar habla de un padre viudo y sus hijos, En dos niveles repite Nolan la figura paterna vinculada con cadenas de complicidad extrema con sus respectivas hijas, una relación curiosa para remontarse a una perversa inversión de la vieja idea del arca de Noé y el diluvio. Se ha reiterado la idea de que estamos ante el 2001, una odisea espacial del siglo XXI. Ciertamente algo de ello subyace. Pero la enorme diferencia es que Nolan no se permite dar la espalda al espectador y, ante todo, hace cine para el público, confiando en él, esperando que su interés por la tensión del relato abone su capacidad de moverse en la maleza de las hipótesis de agujeros negros y gusanos cósmicos. No hace falta entender el McGuffin para atender la sustancia del filme. Su sustancia se descubre en cada recoveco de esa aventura desesperada, en esa lucha desigual de un grupo de argonautas que corren por el espacio con dos planes. Uno, el plan A, convertirse en cabeza de puente para encontrar una tierra prometida en la que reencontrarse con los hijos dejados en un mundo enfermo. Otro, el B, salvar a la especie aunque sea a costa de dejar morir en la Tierra a los seres más queridos. Nolan, ablandado por sus peleas con los ejecutivos de Hollywood, vuelve a ceder a la tentación de ser demasiado aleccionador. Eso ralentiza el ritmo, pero no invalida la sensación de estar ante un filme que pide ser visto no para ser entendido sino para ser revivido. Eso es lo bueno.
Hay muchas películas en ésta. Los padres cargan con la responsabilidad de ser los recuerdos de los hijos, materia fantasmal para experimentar y conocer el significado del tiempo. Paternidad y tiempo, marcan un relato que, como El caballo de Turín de Béla Tarr o Melancolía de Lars von Trier, presagia y anuncia el fin del mundo. En este caso, la plaga bíblica es el polvo, un polvo invasor y seco, nube tóxica que cerca a una humanidad donde los caballeros espaciales de ayer, hoy son labriegos desesperados por extraer de la tierra sus últimos frutos.
Coescrita junto a su hermano Jonathan, Christopher Nolan, el cineasta más en forma del star system norteamericano, el reinventor de Batman y autor de Inception, encara un triple salto mortal: moverse en el terreno del mainstream con un guión que enrola en su equipo asesor la guía de Kip Thorne, un ingeniero responsable de legitimar sus hipótesis astrofísicas y hacerlo con un relato profundamente simbólico.
En Interstellar hay, como en su controvertida pero intensa Inception, varios niveles, un cubo de Rubik de tiempos, ritmos y espacios que aportan complejidad a lo que descansa sobre un cuento eterno. Como en muchos cuentos, Interstellar habla de un padre viudo y sus hijos, En dos niveles repite Nolan la figura paterna vinculada con cadenas de complicidad extrema con sus respectivas hijas, una relación curiosa para remontarse a una perversa inversión de la vieja idea del arca de Noé y el diluvio. Se ha reiterado la idea de que estamos ante el 2001, una odisea espacial del siglo XXI. Ciertamente algo de ello subyace. Pero la enorme diferencia es que Nolan no se permite dar la espalda al espectador y, ante todo, hace cine para el público, confiando en él, esperando que su interés por la tensión del relato abone su capacidad de moverse en la maleza de las hipótesis de agujeros negros y gusanos cósmicos. No hace falta entender el McGuffin para atender la sustancia del filme. Su sustancia se descubre en cada recoveco de esa aventura desesperada, en esa lucha desigual de un grupo de argonautas que corren por el espacio con dos planes. Uno, el plan A, convertirse en cabeza de puente para encontrar una tierra prometida en la que reencontrarse con los hijos dejados en un mundo enfermo. Otro, el B, salvar a la especie aunque sea a costa de dejar morir en la Tierra a los seres más queridos. Nolan, ablandado por sus peleas con los ejecutivos de Hollywood, vuelve a ceder a la tentación de ser demasiado aleccionador. Eso ralentiza el ritmo, pero no invalida la sensación de estar ante un filme que pide ser visto no para ser entendido sino para ser revivido. Eso es lo bueno.