La trayectoria de Ibon Cormenzana (Bilbao, 1972) lo convierte en un profesional de difícil etiquetación. Guionista, director y productor, su nombre aparece en multitud de películas que hacen casi imposible determinar para todas ellas un mínimo común denominador.

En el Jaén profundo, el de los aceituneros altivos que cantó Miguel Hernández, se encuentra el alfa y el omega de este relato de Belén Funes, su segundo largometraje acunado tras el impacto de «La hija del ladrón» (2019). Como Anabel, la protagonista interpretada por Elvira Lara, Belén Funes lleva sangre andaluza en las venas, aunque su vida y su formación como realizadora se gestó en Barcelona.

Desde que el cine rompió la cuarta pared y, en especial, a partir de la nouvelle vague, o sea cuando los fantasmas del nazismo y el horror de las bombas atómicas sobre Nagasaki e Hiroshima, pusieron de relieve la necesidad de confiar en lo joven porque lo viejo mata(ba), el cine no ha parado de relatar historias de adolescentes a la deriva.

Como en «La cizaña» -probablemente una de las mejores aventuras del Astérix original de Uderzo y Goscinny-, en «La caja de cristal» se asiste al inquietante espectáculo de ver cómo un espacio social, aparentemente en calma, comienza a enturbiarse cuando en el armónico vecindario aparece un personaje que siembra desazón, división y envidia.

Chile, como Portugal, se ubica en un territorio rectangular más largo que ancho visto según las cartografías canónicas. De cualquier modo, recorrerlos de norte a sur cuesta mucho más que atravesarlos del este al oeste. Oscurecidos por la ruidosa sombra de sus vecinos colindantes, se diría que sufren la condena de estar subordinados a Argentina y España respectivamente.

En la plenitud del último tercio, el de resolver -en términos taurinos, en la suerte de la muerte-, Botto da rienda suelta a un enfrentamiento verbal entre su personaje y el de Penélope Cruz. Un poco en la línea de Cassavettes, Cruz y Botto se enfrentan con furia y ruido; muestran sus colmillos y dejan al descubierto la razón de sus heridas.

Nacido en Montreal, aunque parisino de adopción, Éric Gravel reincide con su segundo largometraje en mostrar el entramado laboral desde el punto de vista de la mujer. Y lo hace, en este caso, mutando la piel de comedia de su primer trabajo por la armadura de un melodrama de tonos intensos, relatado al galope y obsesionado con insuflar a su testimonio la contundencia de lo que deja sin aliento.