El impulso inicial que pone en marcha Loreak nace de un acto de curiosidad y piedad, es hijo de ese caro gesto consistente en saber mirar para cuestionarse, no lo qué ha pasado, eso sería materia de CSI, sino para imaginar qué se pudo sentir. Loreak lee el paisaje no con los instrumentos de la cartografía sino con la pulsión de la poética; de ahí que el sustento que alimenta su argumento se centre en cosas del interior, en esos leves requiebros del amor y el afecto que, por inaprensibles, resultan tan escasos en estos días de explicitud y pornografía emocional.
James Ward Byrkit, antes de adentrarse en este filme en torno a la paradójica situación que surge el hablar de universos paralelos, había trabajado en películas como Piratas del Caribe y Rango. ¿Cómo se pasa de esa exaltación de un mundo de filibusteros y princesas o del reciclaje en dibujos animados del western posmoderno, a una película que se adentra en las arenas movedizas de la física cuántica? Difícil pregunta que James Ward contesta sin despeinarse.
Este es un filme ortodoxo, cronológicamente ordenado y sin duda previsible que responde de manera casi refleja a la reciente muerte de Paco de Lucía. Pero siendo tan cabal y contenido en su hacer, esta búsqueda por las huellas de Paco de Lucía labra un semblante hondo, vital y clarificador e incluso extraordinariamente sincero. Especialmente porque estas aproximaciones biográficas se encuentran maniatadas por la cercanía y la conveniencia.