Resulta resbaladizo y difícil imaginar qué lugar ocupará dentro de unos años en el panorama de nuestro cine un director como Álex de la Iglesia, cuya obra, al menos la realizada hasta ahora, parece moverse feliz en una montaña rusa capaz de convocar algunas de las mejores secuencias nunca filmadas por directores de nuestro entorno, junto a decepcionantes (re)soluciones rotas por urgencias inexplicables o malogradas por no poder mantener el brillante horizonte que se marca en sus despegues.
El punto de partida de Mommy no es real, tampoco lo es su tratamiento por más que el excelente trabajo interpretativo de sus principales actores resulte muy convincente. Mommy, a veces resulta estremecedor. Siempre es intenso, maquiavélicamente intenso. No hay nada espontáneo, nada fuera del férreo control y del extremo artificio que circunda a este inquietante filme disfrazado de melodrama, pero con alma de cine de terror en su núcleo más profundo.
El cine francés -su industria y sus poderes-, crece en Europa de manera imparable y exponencial. Dentro de pocos años, a este paso, todo el cine europeo será francés o no será europeo. Ni Alemania, ni Italia, ni Gran Bretaña, ni tampoco, por supuesto, España, pueden rivalizar con una cinematografía apoyada por su gobierno y sostenida por su público.
Cuenta Mike Leigh, el más riguroso y austero de los cineastas británicos de nuestro tiempo, que empezó a pensar en trasladar al celuloide la figura y obra de William Turner hace más de quince años. Quince años en los que cada mañana sentía la amenaza de que algún otro realizador tratara de hacer lo mismo que él. Entre otras cosas porque el cine jamás se había interesado por este paisajista precursor del impresionismo, buceador de la luz en una época oscura.
Liv Ullmann nació en Tokio en 1938 por casualidad y la casualidad quiso que su vida cambiara sustancialmente cuando Bergman la escogió para protagonizar Persona (1966). Aquella película, acometida por el autor de Fanny y Alexander tras un período hospitalizado, fue un dulce fracaso. En taquilla funcionó mal, pero a Bergman le reportaría dos triunfos.
El último canto de El Hobbit, según la versión de Peter Jackson, comienza con una batalla de fuego y culmina con una pesadilla helada. Entre medio, apenas quedan unos ecos lejanos del espíritu de la obra de Tolkien. Nada parece haber aquí de la ligereza originaria de aquella aventura de Bilbo tentado por Gandalf para dejar atrás una vida tranquila en pos de una aventura imposible.
Cuando el último destello, el plano de clausura, nos permite observar entreveladamente a un viejo Moisés camino de un destino que nunca verá, Ridley Scott detiene el relato para, sobre un fondo negro, señalar que la película está dedicada a su hermano Tony. Como se recuerda, el también cineasta y hermano menor de Ridley, Tony Scott, cometió suicidio el 19 de agosto de 2012 al saltar al vacío desde el puente Vincent Thomas de San Pedro, California.
Lisandro Alonso, uno de esos cineastas que se mueven ajeno al movimiento del mundo, evidencia en Jauja un pequeño cambio estilístico y una reafirmación autoral. El cambio proviene de la aparente f(r)actura “estelar” de quien es su principal protagonista al tiempo que coproductor, Viggo Mortensen.
La médula vertebral que coordina la constitución sensorial de lo que St Vincent encierra parece haberse inspirado en el Frank Capra más emotivo, más emocional; el que tenía fe en el cine y en el ser humano. A ella pertenece su discurso de despedida, el que desvela en qué consiste la santidad de Vincent/Murray.
En una entrevista reciente, Woody Allen venía a decir que le siguen preocupando las mismas cosas de siempre, ya se sabe, esas preguntas transcendentes que nunca decimos en voz alta por impertinentes e incontestables. Luego, añadía, que (pre)siente que el tiempo para encontrar respuestas se le está yendo.