En un titular de prensa publicado durante los días oscuros del proceso contra el alcalde de Ponferrada, una frase supuestamente textual de la madre de Nevenka decía algo así como: «Entregué mi hija al Ayuntamiento y me han devuelto una piltrafa». Esa frase, producto del dolor y la desesperación de una situación tortuosa, encierra un paradigmático sentido. Especialmente por el verbo con el que empieza: «entregar».
Sobre los dos cadáveres con los que se cierra este «Puntos suspensivos» de David Marqués sobrevuelan muchas y buenas referencias. Pertenecen a lo propio del cine y de la literatura más oscura.
Freud en el sexo, Marx en la cabeza y Nietsche en el corazón conforman -eso se nos dice- la Santísima Trinidad del ideario de Aurora Rodríguez, la madre de Hildegard, la del nombre ambiguo que no significaba lo mismo para la madre que para la hija. Un nombre que evoca a Hildegarda de Bingen, la más ilustre personalidad femenina de la Baja Edad Media.
Cada cierto tiempo aparece una película que responde al «subgénero» que alimenta este largometraje alemán de origen, pero de sabor inequívocamente americano. Hablamos de «road movies», de viajes iniciáticos con personajes tiernos y procesos inciertos.
Simón Casal de Miguel y su «Justicia artificial» pertenece a esa tierra de nadie en la que se mueven algunos realizadores españoles más distantes que ajenos a las catequesis del cine de autor que tanto se protege desde algunos festivales, universidades y grupos de poder del cine contemporáneo.
«No hables con extraños» se puede definir como un modelo, como un mal viaje y como un thriller perturbador y molesto. Es modelo de imitación, un fiel exponente de ese vampirismo hollywoodense que, agotado de repetirse, no duda en comprar de cualquier parte del mundo lo que olfatean como carne de éxito.
Hace 8 años, Ella Rumpf se dio a conocer como la intérprete de Justine, una joven de 16 años, educada en una familia vegetariana cuyo despertar sexual desataba una ferocidad caníbal. La dulce fragilidad de Justine, esa hambre oceánica de placer y comida, provocaba una gélida desazón.
Las dos principales notas características del cine de Marcel Barrena (Barcelona, 1981), su querencia por los temas sociales y su proverbial capacidad para insuflar emoción a las historias que narra, alcanzan en «El 47», una dimensión ejemplar, superlativa.
Reina de la interpretación en Francia y convertida en musa para muchos cineastas extranjeros: de Wes Anderson a Michael Haneke, de Hong Sang-soo a Paul Verhoeven; Isabelle Huppert, la actriz cómplice de Claude Chabrol con quien filmó sus películas más luminosamente oscuras, les devuelve su confianza a todos ellos con silencios que claman.
Casi como una toma falsa, como la última trufa de lo que ha quedado tras una abundante comida, en sus minutos postreros, justo antes de los créditos y agradecimientos, «Volveréis» muestra a Itsaso Arana y Vito Sanz hurgando en el cementerio parisino de Montmartre. Vito, eléctricamente inquieto, busca una lápida ante una cámara excitada con tensión amateur.