Hay ideas, imágenes, cuya fortaleza seminal construye películas por sí misma. Su peso es tal, su poso resulta tan hondo, tan rebosante de nutrientes, que el argumento fluye como encaje de orfebrería retórica aplicada con guión de alto oficio. Eso pasa con White God, una fábula distópica que no disfraza ni disimula su voluntad alegórica contra las barreras sociales que levanta el juego capitalista, ese que divide a los hombres en privilegiados y desterrados.

Por debajo de la piel con la que se recubre Viaje a Sils Maria, fluye sangre vieja, savia eterna. Ecos de un pasado solemne y grandioso. La opción de Assayas parece obvia: si se ha de referenciar a alguien, que sea a los más grandes. Y para el autor de Demonlover, entre los más grandes reinan Bergman y Antonioni. Pero no sólo ellos.

Saber que Harun Farocki coescribió este guión poco antes de su inesperada muerte, predispone a entregarse a él con el respeto que sólo se le debe a los más grandes. Tan grande que Harun Farocki permanece todavía casi inédito para el público español. Su cine transita por ese mundo invisible al que pertenecen gentes como Jean Mari Straub y Alexander Krueger. Un coto cerrado al que también acuden, un poco más (re)conocidos, gentes como Marker y Godard.

Mezclar el humor negro con niños protagonistas no es la única temeridad de esta comedia limpia, melodramática y decididamente buenista con la que el dúo Andy Hamilton y Guy Jenkin hurgan en la mina abierta por Pequeña Miss Sunshine. A ella recuerda aunque las diferencias entre la película norteamericana, curiosamente también dirigida por una pareja, la formada por Jonathan Dayton y Valerie Faris, y ésta son sustanciales.

El pecado original del cine se esconde en su naturaleza, en ese ADN en el que se inscribe la biología que lo constituye. La materia primigenia del cine se llamó fotografía y surgió como consecuencia de la huella formada por esa herida de luz que reproduce la apariencia de lo real. Esa brecha sangrante impuso una deuda con el verosímil. Y así, desde su origen, el cine comercial ha estado encadenado a un sistema de representación de vocación aristotélica hipotecado al principio de causa-efecto.

La capacidad del cine fantástico para significar mucho más de lo que reproduce y representa y para convocar aquello que se escapa de la evidencia de su anécdota argumental, hacen de este género, el más polisémico de todos, el más inquietante, el que mejor puede y quiere simbolizar los miedos que amedrentan al ser humano y sus fantasmas. It Follows da una lección de solvencia del poderío del género fantástico.

Las aulas, la compleja situación de la enseñanza en la edad de las turbulencias adolescentes y en el seno de sociedades urbanas crispadas e incluso violentas, han servido de infinitas incursiones cinematográficas. En ese subgénero se inscribe La profesora de historia de Marie Castille Mention-Schaar. Sin recopilar la larga lista, baste señalar que la intención de esta película, de vocación aleccionadora y deseos moralizantes, casi siempre es lo que convoca y provoca incursionar en el mundo escolar.

Hubo un tiempo en que Atom Egoyan cortaba el aliento. Sus películas, siempre esperadas, siempre sorprendentes, se comportaban como precisos mecanismos que diseccionaban las oscuros humores del alma humana. Nadie como él desnudaba la amarga sensación de abismarse en el sentimiento de culpa.

Más versátil que Pedro Almodóvar, cineasta con el que se le comparó por muchas razones y no sólo estilísticas, François Ozon ha edificado una filmografía diversa y resbaladiza. De hecho, nunca se puede adelantar qué género abordará en su nueva entrega, hacia dónde se moverán sus intereses ni de qué iran sus historias.

Con su primer largometraje, Bullet Boy (2004), Saul Dibb no sólo ganó el premio al mejor nuevo director en el equivalente a los Goya británicos sino que sacó a pasear dos virtudes que ya nunca le abandonarían. Un innegable gusto por la banda sonora de sus películas y un acusado rigor por la calidad interpretativa de sus actores.