Aunque desconociéramos todo sobre Monia Chokri, aunque fuera ésta la primera vez que hubiéramos leído su nombre en una película, la visión de «Simple como Sylvain» dejaría claro que esta directora (y actriz) algo sabe y mucho debe al hacer de gentes como Denys Arcand y Xavier Dolan.
Mientras proliferan en la cartelera comedias grasientas que buscan la sonrisa en lo escatológico, sorprende este relato sin pretensiones ni zafiedad sobre un clásico argumento de enredos y confusión con pulsiones románticas y el fantasma de los celos. Dirigida, escrita y protagonizada en un papel secundario por Bruno Podalydès, «El barco del amor» no navega a la deriva; lo hace por el viejo cauce de la comedia clásica de los años 30 y 40 del siglo pasado.
Woody Allen (Manhattan, 1935), no cree en dios. En consecuencia, cuando la existencia le impone la sombra de la incertidumbre, no puede acudir al «relojero del tiempo» para aplacar su sed de conocimiento. Y no es porque ese relojero divino le fuera a dar respuesta; los dioses no hablan por más que sus fieles escuchen.
En 1999, cuando el siglo XX echaba la persiana, apareció Félix Viscarret (Pamplona, 1975). Traía de su aventura estadounidense un corto bajo el brazo titulado “Dreamers”. Un trabajo de fin de curso muy especial filmado en Nueva Jersey con la ayuda de la amistad.
Sin ningún mal rollo, el filme de Gene Stupnitsky huele a banalidad, se sabe nada, parece conformarse con ser el resto de la miseria de lo que queda de aquel Hollywood que tuvo en los años 30, 40 e incluso en los 50, verdaderos virtuosos de la comedia.
Todo en “El inocente” se sabe atravesado por el fingimiento y la afectación. El (in)verosímil determina el fundamento de lo que, más allá de la anécdota argumental que lo sustenta, constituye su identidad. Desde su primera secuencia, cuando vemos a Roschdy Zem, actor y director francés de origen marroquí, se huele que un velo de afectación enturbia nuestra percepción.
A propósito de su anterior largometraje, “Las cosas que decimos, las cosas que hacemos”, se concluía que Emmanuel Mouret, narrador de precisión, orfebre de las relaciones sentimentales, practica un cine “desapasionado”.
Por diferentes causas, el cine comercial no sabe retratar el mundo del arte contemporáneo. Sus reflejos se llenan de viejos prejuicios o se refugian en chistes gruesos, gastados y/o de poca o ninguna gracia. Es más que probable que las dioptrías con las que algunos cineastas abordan esta cuestión estén tan mal calibradas como las de la mayor parte de quienes tanto desconfían de las artes plásticas de nuestro siglo.
Asumido como un ejercicio liberador, un relato desprovisto de los oscuros meandros de películas como “Magnolia” (1999) , “Pozos de ambición” (2007), “The Master” (2012) y “El hilo invisible” (2017); se podría caer en la tentación de confundir la aparente ligereza de “Licorice Pizza” con una supuesta banalidad interior.
Pertrechada en esa línea de sombra donde lo real se mezcla con la ficción, “¿Qué hicimos mal?” aparece como consecuencia de ciertas prácticas artísticas surgidas en torno al denominado cine de no ficción.