Julien Temple y Thomas Vinterberg dan lo mejor de sí mismos
Dos mazazos en alcohol y un desvarío sexual
En medio de un SSIFF acongojado por la situación de seguridad, lo que obliga a todo el equipo del festival a trabajar el doble para atender a la mitad de lo que sería habitual (gracias por la entrega), el domingo fue un día de esplendor. Una jornada así, ayuda a asumir los muchos inconvenientes y a superar la sensación de incertidumbre que se ha impuesto en estos tiempos. El de ayer fue un día de cine importante con dos buenas películas: Crock of Gold y Druk. Ambas, todo el mundo lo repetirá porque la asociación resulta inevitable, saben que litros de alcohol corren por sus venas… Ambas, tras la aparente algarabía y ebriedad que destilan, saben que en el fondo, de lo que hablan es de lo que de verdad importa.
Empecemos por la obra de Vinterberg, un cineasta danés que empezó a ser reconocido gracias a encabezar junto a su compatriota Lars von Trier, aquel montaje inteligente y burlón denominado “Dogma”. Y es que, precisamente su “Druk” arranca al estilo del filme iniciático de aquel movimiento titulado “Los idiotas” (1999).
Hay algo más que casualidad en el hecho de que, durante los minutos de apertura, la cámara de Vinterberg recoja lo que luego sabremos es una tradición escolar, una carrera a tumba abierta durante la que sus participantes transportan cajas de cerveza que deberán consumir durante la misma. A lo largo de esa prueba grupos de jóvenes corren, beben, se besan, se mezclan con la ciudadanía, se enfrentan a los agentes de seguridad… en un despegue que nos traslada inevitablemente a aquel filme nada “dogmático” del que se han cumplido dos décadas.
En esa carrera hacia ningún lado se penaliza la debilidad de vomitar y la cobardía de beber menos que los demás. La finalidad no es otra que hacer que sus participantes, jóvenes estudiantes, se abracen, se rocen, se quieran de una manera que ahora tenemos prohibida. Premonitoria añoranza de un pasado que, hoy, se antoja más deseable e inalcanzable que nunca.
Esa introducción da paso a una comedia agridulce, una reflexión amarga sobre la angustia existencial de la ciudadanía danesa en el primer tercio del siglo XXI. La calidad de vida se percibe alta, el estado de derecho garantizado, el civismo y el bienestar económico sólido y bastante equitativo. Pero “Druk” se lanza a los cimientos de esa situación. Vinterberg parece gritar: sociedad perfecta, angustia total. Esa es la que ha derruido hasta convertir en una sombra a su principal protagonista, interpretado por el siempre enorme Mads Mikkelsen; un profesor de historia harto de repetir la misma “historia”.
El mecanismo que utiliza Vinterberg para construir su máquina de destrucción aparece como un pretexto pueril, una humorada. La idea que se les ocurre a un grupo de amigos, cuatro profesores del mismo instituto es echar mano al alcohol para alegrar un poco la vida. Lo hacen con coartada científica, controlando los niveles de consumo, solo beben para trabajar; la cuestión es el enorme trabajo que les costará controlar lo incontrolable.
Cuesta trabajo a priori prever cómo será capaz Vinterberg de salir del jardín en el que se ha metido. Da gusto comprender cómo sale indemne de todas las trampas. Conforme el relato avanza se hace más y más evidente la angustia que late en el centro vital de una sociedad que tiene materialmente lo que se entiende por esencial, pero lo esencial no basta. Vinterberg en estos días de vino y rosas, a través de cuatro amigos, en un contexto que mezcla la risa con la tragedia, conforma una sólida y rotunda propuesta fílmica.
Dientes podridos, boca de Dios
Julien Temple se convirtió hace ya tiempo, ahora ha cumplido 67 años, en el testigo de cargo del mundo musical británico. Nadie como él ha sabido relatar el hacer y romper de gentes duras, de genios desgarrados y corazones blandos como los Sex Pistols, los Clash, los Kinks, Bowie,…y muchos otros. Temple ha hecho cine de ficción pero sobre todo se le reconoce como el padre del documental del rock and roll. En “Crock of Gold: a few rounds with Shane MacGowan”, su objetivo no es otro que el de rescatar un personaje histórico, recordado por ser la voz y la letra de The Pogues, un grupo de borrachos que se expresaba con la lucidez de los sabios.
Durante 124 minutos, ojalá hubieran sido 248, Temple teje un monumento agradecido a un Shane MacGowan doblado sobre sí mismo, llevado en una silla de ruedas, con apenas 60 años cumplidos aunque su cuerpo da fe de tener 200. Su aparición es la de un hombre acabado. Cuando culminan los 124 minutos con un golpe de billar, sabremos que la dignidad de Shane, el hombre de los dientes podridos, el del rostro ensangrentado de los conciertos de los Pistols, el poeta alcoholizado que revitalizó la música, la identidad y el sufrimiento de todo el pueblo irlandés, permanece íntegra, generosa, disparatadamente salvaje e inexplicablemente genial.
No puede levantarse de la silla, no puede componer, casi no puede ni mantener una conversación, pero Temple consigue transmitir que ese cualquiera supo reemplazar la voz de Dios en los años del IRA y el sufrimiento, en los conciertos de furia y ruido, en un tiempo en el que la noche era oscura pero se esperaba un amanecer luminoso.
Está la música de los Pogues, aquellos conciertos infernales donde ponerse en las primeras filas era jugarse el tipo. Y permanecen las letras de Mac Gowan, poesía de poetas de verdad, esos a los que no hay que maldecir porque se manchaban las manos.
Durante esas dos horas largas, Temple hace un derroche de todo. Le acompaña Johnny Depp, ese pirata estrafalario que sueña en clave de rock, y lo ilumina con sus dibujos Ralph Steadman, una leyenda de la ilustración. Aparece un plantel inacabable de amigos de un loco llamado Shane, todos cantan y bailan a su alrededor y Shane sigue sin creerse nada, solo que es irlandés, que la vida hay que beberla y que si pudiera, volvería a hacer todo lo que ha hecho.
Masoquista y abnegada
El tercer filme a competición en este domingo de obras notables venía apadrinado por el Festival de Cannes: “Passion Simple” de Danielle Arbid. Un problema con los subtítulos en inglés para la prensa extranjera obligó a repetir sus primeros quince minutos y ayudó a que se despertasen los que ya se habían quedado dormidos. Con repetición o sin ella, lo que “Passion Simple” desarrolla se reduce a una extrema situación de amor loco y sumiso, el de una brillante profesional, madre separada con un hijo pre-adolescente y un amante enigmático.
Enamorada de un misterioso personaje de origen ruso, casado y de quien apenas se dan datos, la película basada en una novela de mucho poso erótico-folletinesco en sus intersticios, se reduce a una reiteración de encuentros amorosos entre la protagonista, esa mujer que confiesa pasarse el día esperando la llamada de su amante, y el ruso lleno de tatuajes y silencios. En un momento dado, su protagonista va al cine y ante la proyección de “Hiroshima mon amour” (1959) de Alain Resnais, señala ante la actitud pasiva del personaje de Emmanuelle Riva, que se trata de la visión de un hombre porque una mujer nunca actuaría así. Al margen de que el guión era de una mujer, Marguerite Duras, tras esa declaración es de esperar que “Passion Simple” desarrollase una respuesta menos sumisa, más beligerante y convencional sobre la relación entre un hombre y una mujer.
Nada más lejos. El filme se antoja ideológicamente confuso, sospechosamente misógino y narrativamente plano, aunque esté dirigido por una mujer. Solo el hacer de su principal actriz, Laetitia Dosch mantiene en pie lo que, por otra parte, tiene poco que mantener.