Hay relatos en los que se acumulan decenas de anécdotas, incontables personajes; pero prácticamente nada sucede en su interior salvo una confusa algarabía. Hay otros, que hacen de la inmovilidad y la contemplación su libro de estilo; y, sin acontecer en ellos nada, la mirada se abisma hondo y el público presiente la llamada de lo inexplicable.

Condenado a transitar por los arrabales de la exhibición audiovisual, el cine de Charles Stuart Kaufman (Nueva York; 1958) se considera tóxico para las salas de cine. Poco a poco, los relatos que fluyen de su inclasificable cabeza, se ven postergados. Paulatinamente aparecen cada vez más de manera esquinada, furtivamente, por dónde menos se espera.

Angela Schanelec muestra sus credenciales desde el plano de apertura. En el minuto uno, ya intuimos lo que aquí nos aguarda. Schanelec ha decidido seguir las huellas de Bresson con la misma actitud con la que los primeros cristianos abrazaban el martirio, dispuestos a dejarse la vida; decididos a no desviarse ni un ápice de las lecciones de su maestro.