A veces, más allá de la curiosidad, empatía o interés que provoca el relato que habita en su interior, aparecen películas que se imponen por la solidez de su facturación; por su humilde armonía; por el encaje de todos los ingredientes que la constituyen. Suelen ser películas sin vitola de favoritas, sin despliegues publicitarios, sin grandes premios ni reclamos de glamour.

Hace dos años, “A Land Imagined” se hizo con el Leopardo de Oro del festival de Locarno. Unas semanas más tarde, un festival tan canónico como Valladolid tuvo a bien destacar su calidad y le concedió un premio a su fotografía. Pese a ello, a que es una película premiada, “A Land Imagined” podría no haber llegado nunca a nuestras carteleras.

Al menos hay dos alteraciones significativas en “Los nuevos mutantes” que legitiman su pretensión de novedad con respecto a sus orígenes, los “X Men”. Una atiende al género. Aquí, en la decimotercera película de la serie, todo se abisma más hacia el terror que hacia la aventura. La otra ruptura argumental, acude al rejuvenecimiento de sus personajes; estos X-Men son adolescentes en plena ebullición hormonal, o sea, son mutantes en fase hiperbólica.

Si a “Tenet” se le borra del guión todo aquello que gira en torno a la paradoja del “abuelo”, tendríamos un cruce perfecto entre la nueva entrega de “Misión imposible” y la última versión renovada de 007. De hecho, la estructura de su producción se debe a ese modelo circense.

En esta “Boda” se ha querido ver a la Icíar Bollaín de su opera prima. Cierto. Aquí está. Y no sola precisamente. Están ella, coautora del guión junto a Alicia Luna; un reparto con oficio y solvencia; y Candela Peña, una de las dos protagonistas de aquella comedia de buenas intenciones y grandes esperanzas. Han pasado 25 años desde entonces.

Cuando Tom Hanks rodó “Big” (1988), el actor, que acaba de cumplir 64 años, estaba considerado como el novio de América. Aquella fábula por la que un niño de 13 años acababa habitando en un cuerpo de un adulto de 30, se convirtió en la comedia del momento y en la reivindicación de que resulta pernicioso perder al niño que una vez todos hemos sido.

“La caza (The Hunt)” y “The Hater”, son dos películas de escasa afinidad argumental y ninguna convergencia estilística. Sin embargo, se abrazan. O más exactamente, abrazan el mismo punto de ignición en el que ahora Europa y el mundo occidental se abrasa. El filme estadounidense de Craig Zobel, interpretado con suficiencia y humor por Betty Gilpin, y esta película polaca firmada por Jan Komasa, uno de esos autores en alza de una cinematografía de alta alcurnia y mucho talento, pisan el mismo fango.

En el devenir de Mounia Meddour (Moscú, 1978), como en un palimpsesto identitario, se inscribe la verdadera escritura que sostiene “Papicha”, un filme que habla de “sueños de libertad” pero que lo hace desde una voluntaria superficialidad que ¿banaliza? la tragedia sobre la que cabalga. Desvelemos. Mounia, hija del director de cine argelino Azzedine Meddour, nació en la URSS porque su madre es rusa. Sin embargo su nacionalidad es argelina y francesa.

Cuando ya no hay nadie entre el público que imagina otra cosa que asistir al desenlace de un convencional filme de superación y éxito deportivo, una más de esas películas de entrenador rebelde que devuelve la autoestima a sus pupilos convirtiendo un equipo de derrotados en una armada invencible, “The way back” da un giro sorprendente e introduce una variable que imprime nuevos puntos de vista.

En “La caza”, la película, habita la frustración. Frustración entendida como una sensación de incomodidad subterránea que ratifica la importancia de un filme de evidente interés y de ambigua solidez moral. Como relato engancha y engaña; divierte y lía. No es fácil salirse de su laberinto sin sentir que en el próximo recoveco habrá otra sorpresa, algo inesperado, otro quiebro de guión que iluminará una nueva cara oculta.