El nombre de Truman se refiere y designa a un perro bullmastiff, un animal de cruce, de origen británico, de cabeza ancha, de mirada tierna. Su presencia en el filme es permanente y su destino previsible; en la vida real el amable animal murió poco después de finalizar el rodaje. Pero esa es otra historia. La que Cesc Gay relata aquí mira a los ojos del cáncer y se arrima a la tragedia hasta rozarse con ella.
Todo en La cumbre escarlata sabe de la pasión. Todo se debe a la fiebre de ese fabulador ebrio de lecturas no olvidadas autor de Cronos (1993) y El laberinto del fauno (2006). Como tal, el resultado (a)parece desmesurado, referencial, lleno de notas a pie de página. Dicho de otro modo, su relato deviene en goce de erudición con restos de acné adolescente y cinefilia sin bozal.
El propietario de la noche a la que se refiere el último delirio de Álex de la Iglesia se llama Raphael. En la película le llaman Alphonso pero nadie duda de que la intención de Álex de la Iglesia es (con)fundir al personaje de su cinta con el mito del tardofranquismo. ¡Ay pobrete, qué mala es la nostalgia!. Probablemente ya estaba en Balada triste de trompeta, en aquel ensayo sobre el comportamiento de la españolidad.
Hace 20 años, Francis Ford Coppola, todavía combativo aunque ya muy mermado por los descalabros económicos, produjo Don Juan de Marco, un filme inclasificable, de cuyos efectos algo sabe este Black Mass. Aquella película dirigida por Jeremy Leven, un veterano novelista y realizador que vive a caballo entre Paris y Nueva York, unió en el mismo espacio a Marlon Brando y Johnny Depp.
Cuando ese Robinson Crusoe en Marte que interpreta Matt Damon consigue provocar lágrimas de lluvia a partir de las astillas de un crucifijo, el gesto deviene en símbolo y con él, emerge ese Ridley Scott que todos conocemos. El de las palomas y replicantes de Blade Runner; el del debate entre el hijo natural y el hijo ideológico de Gladiator. Ahora, en este filme realizado en el justo momento en el que algunos terrícolas creen que la única esperanza posible reside en emigrar a otro mundo, aparece lo mejor y lo peor de un director que pasa del éxito al fracaso sin un mal pestañeo.
Agustí Villaronga conforma un capítulo singular en la historia del cine español de los últimos treinta años. De hecho en 1975 comenzó su carrera en el cine con Robin Hood nunca muere de Francesc Bellmunt. Aparecía como actor, como también lo hizo en El último guateque de Juan José Porto, discípulo de Paul Naschy y en Perros callejeros 2 de José Antonio de la Loma, un esforzado director que antes de serlo trabajó como maestro en el barrio chino de Barcelona.
Desde el primer fotograma, una imagen sucia, de enfoque extraviado y composición (des)aliñada, El club despliega un rotundo ejercicio de coherencia autoral. Su hacedor, Pablo Larraín, no hace concesión, no da respiro. Las campanas de fondo llaman a luto. Su argumento grita contra una de las peores manchas que perturba a la iglesia católica: la pederastia ejercida por algunos de sus ministros.
Amama se condensa en una imagen, una cuerda tensa que cede a la presión y que se deshilacha hasta romperse. A un lado, resiste la pervivencia de una cultura, unos oficios y costumbres irradiados desde la vida en el corazón del bosque vasco; es la célula primigenia donde habita un microcosmos: el baserri. Desde el otro lado, tira con tesón el futuro que nos aguarda y la necesidad de otros usos sociales para quienes no pueden mirar hacia atrás porque de hacerlo quedarían petrificados.
Una cosa es echar mano del eufemismo para evitar resonancias incómodas y otra provocar la confusión y ocultar su naturaleza. El título original de este interesantísimo y extraño filme de Alfonso Gómez-Rejón habla de una chica moribunda, un detalle nada baladí porque esa condición de enferma terminal da sentido a esta película que alguno ha definido como un love story hipster.
No escape, traducido aquí como Golpe de Estado, dirigido y coescrito por John Erick Dowdle, transcurre en algún lugar de Asia, al lado de Vietnam. Un lugar cuyo nombre nadie verbaliza. ¿Será Laos, será Camboya…? Todo lo más se nos indica, del innombrado país exótico, su pasado comunista y su presente violento y revolucionario. Pero todo queda descontextualizado, todo parece real, aunque nada resulte verdadero.