El cuento de los cuatro cerd(it)os y su loba servicial

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Título Original: THE CLUB Dirección:  Pablo Larraín Guión:  Guillermo Calderón y Daniel Villalobos  Intérpretes: Roberto Farias, Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking, Jaime Vadell y Marcelo Alonso País:  Chile. 2015. Duración: 98 minutos   ESTRENO: Octubre  2015

Desde el primer fotograma, una imagen sucia, de enfoque extraviado y composición (des)aliñada, El club despliega un rotundo ejercicio de coherencia autoral. Su hacedor, Pablo Larraín, no hace concesión, no da respiro. Las campanas de fondo llaman a luto. Su argumento grita contra una de las peores manchas que perturba a la iglesia católica: la pederastia ejercida por algunos de sus ministros.
En otros cineastas, con otras formas, las sotanas y los abusos sexuales cometidos sobre niños hubieran sido explícitos. Ese campo de batalla abonado por la ignominia habría atronado en la pantalla. Con Larraín nada de eso se convoca. De hecho, al final, estando presentes de principio a fin, ni uno solo de los símbolos cristianos, ninguno de sus ritos se utiliza para hacer sangre. Y sin embargo, la sangre no cesa de manar por la herida que El club abre. Nada nuevo en un cineasta que lleva años acosando las miserias de Pinochet, Tony Manero (2008), hablando de los crímenes políticos de Chile, Post mortem (2010), y recreando sus delirios, No (2012) sin caer en lo explícito.
Larraín significa sin nombrar, señala sin apuntar y denuncia sin delatar. Es un director hábil de prosa perversa y cine escalofriante. Como Haneke, provoca, en quien se abisma en su universo, sentimientos encontrados. Ninguna de esas emociones que levanta tiene que ver con la piedad ni con la simpatía. Pero nunca como en El Club, su cine había llegado tan lejos, nunca había alcanzado esa cruel cima de repulsa y dolor. Habría que remontarse al Pasolini de su última obra, Saló o los 120 días de Sodoma (1976), para afrontar una película que incomodase tanto. Allí, el poeta italiano, ebrio de la angustia del Marqués de Sade, descendía al infierno del nazismo para recordar al mundo que la pesadilla seguía viva.
Aquí, Larraín da una vuelta de tuerca para abordar una incursión a la boca del lobo de la vergüenza vaticana. Su planteamiento surge con una producción modesta y una idea perfectamente delineada. Tras radiografiar las miserias políticas de su país de origen bajo la figura de Pinochet, él nació tres años después del golpe de estado y la muerte de Allende, aquí encara un relato en presente indeterminado y ubicación incierta.
En una destartalada casona, en un paraje agreste, cuatro sacerdotes amortizados penan en una reclusión flexible. Una monja sin toca ni hábito ejerce como vigilante, enfermera, criada e institutriz. La llegada de un quinto inquilino y el revuelo que su venida provoca al ser seguido por una de sus víctimas, precipita lo que Larraín nos relata en clave de cuento terrible. Poco a poco, los habitantes de ese sótano eclesiástico enclaustrados para ocultar la cara miserable de la institución papista deviene en fétida metáfora de la casa del bosque. Una casita de chocolate amargo donde moran cuatro monstruos y su hada-guardián.
El resto adquiere las maneras de una pesquisa detectivesca y una farsa política. Un sacerdote ¿sin mancha? escudriña en los recovecos hediondos de los cuatro viciosos en prisión vigilada. Más que esclarecer una verdad que el espectador ya sabe, lo que Larraín se propone es revelar las deudas de la apariencia y la conveniencia. Nada sobra, nada acontece por qué sí. Larraín, en su empeño por imprimir el tono preciso, la solemnidad debida que hiperbolice la náusea ante lo que cuenta, se encomienda al mismísimo Dreyer. No para buscar la trascendencia espiritual sino para arañar la maldad. Y al hacerlo, forja un filme inolvidable, agrio, impío y altamente perturbador.
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