Hace 20 años, Francis Ford Coppola, todavía combativo aunque ya muy mermado por los descalabros económicos, produjo Don Juan de Marco, un filme inclasificable, de cuyos efectos algo sabe este Black Mass. Aquella película dirigida por Jeremy Leven, un veterano novelista y realizador que vive a caballo entre Paris y Nueva York, unió en el mismo espacio a Marlon Brando y Johnny Depp.
Cuando ese Robinson Crusoe en Marte que interpreta Matt Damon consigue provocar lágrimas de lluvia a partir de las astillas de un crucifijo, el gesto deviene en símbolo y con él, emerge ese Ridley Scott que todos conocemos. El de las palomas y replicantes de Blade Runner; el del debate entre el hijo natural y el hijo ideológico de Gladiator. Ahora, en este filme realizado en el justo momento en el que algunos terrícolas creen que la única esperanza posible reside en emigrar a otro mundo, aparece lo mejor y lo peor de un director que pasa del éxito al fracaso sin un mal pestañeo.
Agustí Villaronga conforma un capítulo singular en la historia del cine español de los últimos treinta años. De hecho en 1975 comenzó su carrera en el cine con Robin Hood nunca muere de Francesc Bellmunt. Aparecía como actor, como también lo hizo en El último guateque de Juan José Porto, discípulo de Paul Naschy y en Perros callejeros 2 de José Antonio de la Loma, un esforzado director que antes de serlo trabajó como maestro en el barrio chino de Barcelona.