El nombre de Truman se refiere y designa a un perro bullmastiff, un animal de cruce, de origen británico, de cabeza ancha, de mirada tierna. Su presencia en el filme es permanente y su destino previsible; en la vida real el amable animal murió poco después de finalizar el rodaje. Pero esa es otra historia. La que Cesc Gay relata aquí mira a los ojos del cáncer y se arrima a la tragedia hasta rozarse con ella.
Todo en La cumbre escarlata sabe de la pasión. Todo se debe a la fiebre de ese fabulador ebrio de lecturas no olvidadas autor de Cronos (1993) y El laberinto del fauno (2006). Como tal, el resultado (a)parece desmesurado, referencial, lleno de notas a pie de página. Dicho de otro modo, su relato deviene en goce de erudición con restos de acné adolescente y cinefilia sin bozal.
El propietario de la noche a la que se refiere el último delirio de Álex de la Iglesia se llama Raphael. En la película le llaman Alphonso pero nadie duda de que la intención de Álex de la Iglesia es (con)fundir al personaje de su cinta con el mito del tardofranquismo. ¡Ay pobrete, qué mala es la nostalgia!. Probablemente ya estaba en Balada triste de trompeta, en aquel ensayo sobre el comportamiento de la españolidad.