Desde el primer fotograma, una imagen sucia, de enfoque extraviado y composición (des)aliñada, El club despliega un rotundo ejercicio de coherencia autoral. Su hacedor, Pablo Larraín, no hace concesión, no da respiro. Las campanas de fondo llaman a luto. Su argumento grita contra una de las peores manchas que perturba a la iglesia católica: la pederastia ejercida por algunos de sus ministros.
Amama se condensa en una imagen, una cuerda tensa que cede a la presión y que se deshilacha hasta romperse. A un lado, resiste la pervivencia de una cultura, unos oficios y costumbres irradiados desde la vida en el corazón del bosque vasco; es la célula primigenia donde habita un microcosmos: el baserri. Desde el otro lado, tira con tesón el futuro que nos aguarda y la necesidad de otros usos sociales para quienes no pueden mirar hacia atrás porque de hacerlo quedarían petrificados.
Una cosa es echar mano del eufemismo para evitar resonancias incómodas y otra provocar la confusión y ocultar su naturaleza. El título original de este interesantísimo y extraño filme de Alfonso Gómez-Rejón habla de una chica moribunda, un detalle nada baladí porque esa condición de enferma terminal da sentido a esta película que alguno ha definido como un love story hipster.