Cantet abre su Regreso a Itaca a ritmo de guateque, para cerrarlo en clave intimista. Entre uno y otro momento transcurre una noche de confidencias, un puñado de horas para un reencuentro. Un cruce de duelos compartidos, de secretos silenciados que dejan de serlo porque acaso ya no importen. Su tiempo pasó y el que está por llegar pertenece a la incertidumbre. En ese nuevo amanecer concluye el filme, un nuevo renacer en el que ya nada será igual.

Alguno distribuidores españoles deberían ser multados. No les basta con echar por tierra el trabajo de quienes miman sus lanzamientos sino que, en un sector en crisis, acabarán por imponer sus métodos. Si hace escasas semanas se estrenaba con lamentable (y baratito) doblaje un filme tan necesario de respeto como Calabria, ahora se estrena La fiesta de despedida con el reclamo de que el espectador disfrutará de una comedia, bajo el espejismo de que aquí hay humor.

Jaume Collet Serra se ha convertido en un profesional yanqui. Español de nacimiento, su pasaporte no cuenta. A diferencia de Almodóvar, Amenábar, Bayona y Trueba, no estamos ante un cineasta que hace las Américas, sino ante un director que nació figuradamente allí. Sus películas han sido más vistas en EE.UU. que todas las de los cuatro directores citados. Pero en su tierra natal, pocos sabrían reconocer su rostro.

Las crónicas de Cannes de 2014 no dejaban lugar a dudas. Con Lost River, así lo dijeron y escrito quedó, los críticos (al menos el sector más vocinglero) hicieron sangre. El primer largometraje dirigido por el actor más en forma del momento, Ryan Gosling, fue despedido con acritud y rechiflas. Sobre todo porque, al contrario de otros actores que decidieron dirigir, de Clint Eastwood a Robert de Niro y George Cloney, todos ellos cineastas de orden y sentido común, Gosling no tomó como modelo un cine canónico.

En los primeros compases de la primera entrega de Piratas del Caribe, tras un deslumbrante arranque en la más pura y clásica ortodoxia del cine de aventuras, Johnny Depp rompía la compostura para dibujar un filibustero de trazo grueso, pose amanerada y rictus de náusea. Su primera aparición culminaba con el hundimiento de su bajel. Encaramado en el palo mayor, justo cuando éste se sumergía en el agua, su personaje, Jack Sparrow, llegaba a tierra firme.

Gerardo Herrero, productor de Felices 140, y director de un puñado de intentos cinematográficos, la mayoría olvidados sin pena ni rencor, se adentró con frecuencia en el mismo campo de batalla que aquí excava Gracia Querejeta. Una de sus mejores cintas, Las razones de mis amigos (2000) guarda una estrecha relación con Felices 140. A ambas películas se les descubre un idéntico diagnóstico proveniente de esa sabiduría de refrán que dice: “que Dios me guarde de los amigos porque de los enemigos me protejo yo”.

Con el comienzo del siglo XXI, cambió la suerte de Yôji Yamada. Durante muchos años, el veterano realizador japonés se dedicó a cultivar una suerte de serial cinematográfico en torno a un personaje peripatético: Tora-san. A lo largo de treinta años Yamada aplicó su oficio y talento al servicio de un personaje de enorme predicamento en Japón, pero de escaso interés fuera de su país de origen. La muerte del actor que durante décadas encarnaba al protagonista de ese folletín por entregas y la desaparición de los grandes referentes del cine japonés del tiempo clásico, colocó a Yamada en una posición envidiable de reinvención.

Inspirada en hechos reales, con precedentes ilustres que por un lado nos llevaría al Truffaut de El pequeño salvaje (1969) y por otro a El milagro de Anna Sullivan (1962) de Arthur Penn, dos referentes de notable peso específico, Jean-Pierre Améris se sumerge en el relato del extraordinario esfuerzo de una monja empeñada en rescatar de su aislamiento a una niña sorda y ciega condenada a priori a vivir en un mundo de soledad.

Carne de acné entrenada en el mundo de la video-consola, con largas horas de series de televisión y algunas lecturas “juveniles”, la segunda entrega de la adaptación cinematográfica de la obra de Veronica Roth demuestra que lo que nace torcido nunca se endereza, por más que en ese juego de comparaciones se pueda sentir más o menos simpatía por esta adaptación nacida como ¿humilde? competidora de sagas tipo Crepúsculo o Los juegos del hambre.

En Calabria (Anime nere) se asiste al crepúsculo de un tiempo oscuro. Su paisaje ata el Milán del diseño, el lujo y la cocaína a la milenaria ruralidad de aldeas montaraces habitadas por cabras y miseria. En ese viaje de retorno, en un gesto que imita el periplo que en The Omen se hacía para buscar la semilla del mal, Francesco Munzi se abisma en la punta occidental del confín de esa Italia que se mira en Sicilia.