Con el comienzo del siglo XXI, cambió la suerte de Yôji Yamada. Durante muchos años, el veterano realizador japonés se dedicó a cultivar una suerte de serial cinematográfico en torno a un personaje peripatético: Tora-san. A lo largo de treinta años Yamada aplicó su oficio y talento al servicio de un personaje de enorme predicamento en Japón, pero de escaso interés fuera de su país de origen. La muerte del actor que durante décadas encarnaba al protagonista de ese folletín por entregas y la desaparición de los grandes referentes del cine japonés del tiempo clásico, colocó a Yamada en una posición envidiable de reinvención.
Inspirada en hechos reales, con precedentes ilustres que por un lado nos llevaría al Truffaut de El pequeño salvaje (1969) y por otro a El milagro de Anna Sullivan (1962) de Arthur Penn, dos referentes de notable peso específico, Jean-Pierre Améris se sumerge en el relato del extraordinario esfuerzo de una monja empeñada en rescatar de su aislamiento a una niña sorda y ciega condenada a priori a vivir en un mundo de soledad.
Carne de acné entrenada en el mundo de la video-consola, con largas horas de series de televisión y algunas lecturas “juveniles”, la segunda entrega de la adaptación cinematográfica de la obra de Veronica Roth demuestra que lo que nace torcido nunca se endereza, por más que en ese juego de comparaciones se pueda sentir más o menos simpatía por esta adaptación nacida como ¿humilde? competidora de sagas tipo Crepúsculo o Los juegos del hambre.