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La vida de los muertos
Título Original: ANIME NERE Dirección: Francesco Munzi Guión: F. Munzi, Ruggirello y Braucci (novela: G. Criaco) Intérpretes: Marco Leonardi, Peppino Mazzotta, Fabrizio Ferracane, y Anna Ferruzzo Nacionalidad: Italia, Francia. 2014 Duración: 103minutos ESTRENO: Marzo 2015
En Calabria (Anime nere) se asiste al crepúsculo de un tiempo oscuro. Su paisaje ata el Milán del diseño, el lujo y la cocaína a la milenaria ruralidad de aldeas montaraces habitadas por cabras y miseria. En ese viaje de retorno, en un gesto que imita el periplo que en The Omen se hacía para buscar la semilla del mal, Francesco Munzi se abisma en la punta occidental del confín de esa Italia que se mira en Sicilia. Y allí, en espacio yermo de heridas que nunca cicatrizan, Munzi se sirve de la novela de Gioacchino Criaco para hurgar en las entrañas del mal.
En ese eje vertebral para la cultura occidental, tierra vieja, ruta sacra, Calabria alberga el misterio de la condición humana. Hay algo terrorífico en ese diseccionar el corazón de las tinieblas. Algo insoportable en ese querer asomarse al escenario donde reinó la violencia. Munzi convoca, en la pobre región de pastores y mafias, ese altar metafórico donde Caín asesina a Abel, ese crimen repetido hasta la náusea en todos los pueblos, a todas horas.
Cineasta de prosa seca y obra escasa, Francesco Munzi logra con su tercer largometraje poder ser estrenado por fin en España. Sus dos filmes anteriores permanecen inéditos para testificar que la cartelera comercial cada vez comete más injusticias. Lagunas al margen, se ha querido ver en este filme una suerte de eco europeo al hacer de Francis Ford Coppola porque aquí como allá, los pactos de sangre y muerte marcan las reglas. Aunque Munzi comparte parecido fondo para su Calabria, sus intenciones buscan encontrar una voz propia. Y lo hace echando mano a las raíces del cine de lo años 70 y 80. El que comenzó a ver declinar la edad dorada de los maestros emergidos tras la guerra; el ocaso de aquellos que inventaron el neorrealismo para desde allí dejar los ismos a cambio de cultivar nombres propios de leyenda: Fellini, Visconti, Rosselini, Bertolucci,…
En Calabria, en esas casas por destruir, en esas ruinas por construir (o será al revés), Munzi se arma con los argumentos de la tragedia griega. Los hombres son para la guerra, las mujeres para el nacimiento. De ellas son las lágrimas y el duelo, de ellos, la venganza y la sangre… Pero todas y todos deben respeto a una madre que no sabe qué hacer con un collar de pedrería. Ella impone la ley y simboliza el orden. Un orden de traiciones y arrebatos, una sed de odio que se repite sin esplendor en todos los puertos urracos que hay en mundo.
En el fondo, Calabria reproduce la eterna historia de la ambición, el miedo y la familia. Siempre la familia. Aquí narrada a través de tres hermanos marcados por el asesinato del padre y la mirada expectante de la madre-viuda. Unos juegan a enriquecerse con el narcotráfico, otro trata de mantener los restos de su rebaño de cabras. En el filme, Munzi, con magisterio notable, entrecruza viviendas deshechas con coches de carrocería blindada. Lo mismo hace con los actores. Unos son histriones espléndidos, otros figurantes sin oficio ni malicia. De la mezcla sale un crujido de autenticidad; y de la banda sonora los precisos acordes de los hermanos Taviani de Padre Padrone. El argumento pide más horas, más tiempo. Munzi no se lo concede y todo se torna en quiebros bruscos y ritmo sin pausa. No le va mal. En tiempos de series interminables, un cineasta que cuenta en poco más de hora y media lo que otros desgranan en veinte horas, se agradece. Como se agradece que aquí Munzi se deje de solemnizar la violencia para desnudar su miseria.
En ese eje vertebral para la cultura occidental, tierra vieja, ruta sacra, Calabria alberga el misterio de la condición humana. Hay algo terrorífico en ese diseccionar el corazón de las tinieblas. Algo insoportable en ese querer asomarse al escenario donde reinó la violencia. Munzi convoca, en la pobre región de pastores y mafias, ese altar metafórico donde Caín asesina a Abel, ese crimen repetido hasta la náusea en todos los pueblos, a todas horas.
Cineasta de prosa seca y obra escasa, Francesco Munzi logra con su tercer largometraje poder ser estrenado por fin en España. Sus dos filmes anteriores permanecen inéditos para testificar que la cartelera comercial cada vez comete más injusticias. Lagunas al margen, se ha querido ver en este filme una suerte de eco europeo al hacer de Francis Ford Coppola porque aquí como allá, los pactos de sangre y muerte marcan las reglas. Aunque Munzi comparte parecido fondo para su Calabria, sus intenciones buscan encontrar una voz propia. Y lo hace echando mano a las raíces del cine de lo años 70 y 80. El que comenzó a ver declinar la edad dorada de los maestros emergidos tras la guerra; el ocaso de aquellos que inventaron el neorrealismo para desde allí dejar los ismos a cambio de cultivar nombres propios de leyenda: Fellini, Visconti, Rosselini, Bertolucci,…
En Calabria, en esas casas por destruir, en esas ruinas por construir (o será al revés), Munzi se arma con los argumentos de la tragedia griega. Los hombres son para la guerra, las mujeres para el nacimiento. De ellas son las lágrimas y el duelo, de ellos, la venganza y la sangre… Pero todas y todos deben respeto a una madre que no sabe qué hacer con un collar de pedrería. Ella impone la ley y simboliza el orden. Un orden de traiciones y arrebatos, una sed de odio que se repite sin esplendor en todos los puertos urracos que hay en mundo.
En el fondo, Calabria reproduce la eterna historia de la ambición, el miedo y la familia. Siempre la familia. Aquí narrada a través de tres hermanos marcados por el asesinato del padre y la mirada expectante de la madre-viuda. Unos juegan a enriquecerse con el narcotráfico, otro trata de mantener los restos de su rebaño de cabras. En el filme, Munzi, con magisterio notable, entrecruza viviendas deshechas con coches de carrocería blindada. Lo mismo hace con los actores. Unos son histriones espléndidos, otros figurantes sin oficio ni malicia. De la mezcla sale un crujido de autenticidad; y de la banda sonora los precisos acordes de los hermanos Taviani de Padre Padrone. El argumento pide más horas, más tiempo. Munzi no se lo concede y todo se torna en quiebros bruscos y ritmo sin pausa. No le va mal. En tiempos de series interminables, un cineasta que cuenta en poco más de hora y media lo que otros desgranan en veinte horas, se agradece. Como se agradece que aquí Munzi se deje de solemnizar la violencia para desnudar su miseria.