En una entrevista reciente, Woody Allen venía a decir que le siguen preocupando las mismas cosas de siempre, ya se sabe, esas preguntas transcendentes que nunca decimos en voz alta por impertinentes e incontestables. Luego, añadía, que (pre)siente que el tiempo para encontrar respuestas se le está yendo.
Trash hace honor a su título. Es lo que dice ser. Pero eso no le va a restar la admiración de su público, ese público encantado de ser masajeado pese a ¿saber? que un espectáculo como éste corroe el sentido común por tramposo. El objetivo de Stephen Daldry, un director teatral que se inició en el cine con Billy Elliot (2000) y cuyo edulcorado éxito malogró toda posibilidad de hacer de él un buen director, aspira el brillo de Slumdog Millionaire con la coartada y en el campo de batalla de Ciudad de Dios.
Divertimento para sortear la monotonía de las noches de invierno para unos; llave de entrada a lo desconocido para otros, la Ouija, un abecedario ilustrado sobre el que supuestas fuerzas ocultas deletrean mensajes que son recibidos por sus practicantes como revelaciones del más allá, ya tiene su película.