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En busca de la luz en una época oscura
Título Original: MR. TURNER Dirección y guión: Mike Leigh Intérpretes: Timothy Spall, Jamie Thomas King, Roger Ashton-Griffiths, Robert Portal, Lasco Atkins, John Warman Nacionalidad: Reino Unido. 2014 Duración: 149 minutos ESTRENO: Diciembre 2014
Cuenta Mike Leigh, el más riguroso y austero de los cineastas británicos de nuestro tiempo, que empezó a pensar en trasladar al celuloide la figura y obra de William Turner hace más de quince años. Quince años en los que cada mañana sentía la amenaza de que algún otro realizador tratara de hacer lo mismo que él. Entre otras cosas porque el cine jamás se había interesado por este paisajista precursor del impresionismo, buceador de la luz en una época oscura. Ya saben, la del peor de los tiempos, tiempos de sabiduría y locura que preconizaban cambios sustanciales: el maquinismo, la revolución industrial, la fotografía. Es decir, este retrato de Turner no responde a un dibujo a vuela pluma sino a una obsesión esculpida en la piedra de la memoria en la que el director y el protagonista llevan unidos antes de que el siglo XX diera sus últimas campanadas.
Quince años junto a alguien, aunque solo sea una referencia imaginaria en compañía de una bella colección de paisajes desgarradores, deslumbrantes e iluminados e iluminadores, hacen que Leigh se haya apropiado de la naturaleza de Turner. En algún modo, Leigh se proyecta a través de él, lo traspasa y se identifica.
Sobre el papel, y salvo por una excepción notable, Topsy-Turvy (1999), el proceso de creación de Leigh se ha centrado sistemáticamente en trabajar en tiempos cercanos o al menos, abordarlos siempre como prolongación del presente. Leigh no trabaja con un guión cerrado. Leigh utiliza a los actores no como armaduras que revisten a unas vidas recreadas sino como compañeros de viaje con los que explora, a partir de crear situaciones perfiladas en el argumento, las respuestas emocionales que cada actor atado al personaje siente, presiente y acata.
Hay algo aristotélico en ese extraer del interior de cada actor las vibraciones psicológicas que provoca su personaje. De hecho, son los actores, con sus experiencias, con sus expresiones propias, con sus tics vitales, quienes (re)llenan el interior de sus criaturas. Como Turner, Leigh escupe sobre la pintura, la aplasta, la expande, la estruja. No le ha bastado nunca con la apariencia y por eso, nunca se ha conformado con actores de figurín y estampa. Timothy Spall no puede ser acusado de epidérmico; al contrario, el actor, bien compenetrado con el director, se adentra en los apuntes biográficos de un pintor del que fascinan tanto sus pinturas como se desconocen sus relaciones y su historia. La que Leigh construye con sus huellas obedece a una idea reiterada, la de la diferencia entre lo esencial y lo formalista. Hay una edad, decía Leigh, en la que lo que deslumbra es el efectismo de artistas como Dalí. Hay otra, en la que el ser humano aspira a penetrar en trayectorias más abismadas.
Por eso mismo en Mr. Turner hay un alarde de simbiosis entre el director y el artista. Lejos muy lejos del biopic convencional, pero dentro de la ortodoxia narrativa, este Turner que gruñe, que refunfuña, que habita en las sombras y ansía inmortalizar la luz, que considera idénticas la hora del ocaso que la del alba, labra un bajorrelieve atravesado por el extrañamiento. Si Allen en Medianoche en París desplegaba la galería de la bohemia francesa, el despertar a una nueva era; Leigh, en clave muy distinta, retrata los ambientes del arte británico que luego alumbraron el comienzo del arte moderno. Y lo hace en ensimismados engarces entre la pintura de Turner y su película. Sin prisas, sin risas, sin concesiones. Quizás con demasiada penumbra.
Quince años junto a alguien, aunque solo sea una referencia imaginaria en compañía de una bella colección de paisajes desgarradores, deslumbrantes e iluminados e iluminadores, hacen que Leigh se haya apropiado de la naturaleza de Turner. En algún modo, Leigh se proyecta a través de él, lo traspasa y se identifica.
Sobre el papel, y salvo por una excepción notable, Topsy-Turvy (1999), el proceso de creación de Leigh se ha centrado sistemáticamente en trabajar en tiempos cercanos o al menos, abordarlos siempre como prolongación del presente. Leigh no trabaja con un guión cerrado. Leigh utiliza a los actores no como armaduras que revisten a unas vidas recreadas sino como compañeros de viaje con los que explora, a partir de crear situaciones perfiladas en el argumento, las respuestas emocionales que cada actor atado al personaje siente, presiente y acata.
Hay algo aristotélico en ese extraer del interior de cada actor las vibraciones psicológicas que provoca su personaje. De hecho, son los actores, con sus experiencias, con sus expresiones propias, con sus tics vitales, quienes (re)llenan el interior de sus criaturas. Como Turner, Leigh escupe sobre la pintura, la aplasta, la expande, la estruja. No le ha bastado nunca con la apariencia y por eso, nunca se ha conformado con actores de figurín y estampa. Timothy Spall no puede ser acusado de epidérmico; al contrario, el actor, bien compenetrado con el director, se adentra en los apuntes biográficos de un pintor del que fascinan tanto sus pinturas como se desconocen sus relaciones y su historia. La que Leigh construye con sus huellas obedece a una idea reiterada, la de la diferencia entre lo esencial y lo formalista. Hay una edad, decía Leigh, en la que lo que deslumbra es el efectismo de artistas como Dalí. Hay otra, en la que el ser humano aspira a penetrar en trayectorias más abismadas.
Por eso mismo en Mr. Turner hay un alarde de simbiosis entre el director y el artista. Lejos muy lejos del biopic convencional, pero dentro de la ortodoxia narrativa, este Turner que gruñe, que refunfuña, que habita en las sombras y ansía inmortalizar la luz, que considera idénticas la hora del ocaso que la del alba, labra un bajorrelieve atravesado por el extrañamiento. Si Allen en Medianoche en París desplegaba la galería de la bohemia francesa, el despertar a una nueva era; Leigh, en clave muy distinta, retrata los ambientes del arte británico que luego alumbraron el comienzo del arte moderno. Y lo hace en ensimismados engarces entre la pintura de Turner y su película. Sin prisas, sin risas, sin concesiones. Quizás con demasiada penumbra.