La apabullante recolección de premios concedida al filme georgiano, “Beginning”, de Dea Kulumbegashvili, responde a una declaración de intenciones, a un subrayado, tal vez excesivo, pero probablemente entendido como necesario por el jurado de esta 68 edición. Cuatro premios: mejor película, mejor dirección, mejor actriz protagonista y mejor guión ratifican que, para ese jurado, este filme áspero, riguroso, contemplativo y hondo en sus ramificaciones, abierto y calculadamente críptico en su relato; merece mucho la pena.

Clausurar un festival, más cuando tiene el relieve del SSIFF, suele ser un honor envenenado. Un regalo trampa que la mayor parte de las veces se salda con más discreción que acierto.

En la jornada de clausura, la celebración del palmarés, la fiesta (esta año con mascarilla y a dos metros de distancia) de la gala y la espantada de la mayoría de la crítica que ya ha cumplido su misión, aportan muy poco relieve a quien ostenta el privilegio de cerrar el festival.

Que a la altura del jueves noche, ya se tuviera la percepción completa de lo que ha sido esta sección oficial a competición, era algo insólito. Algo único en la historia reciente del SSIFF que tiene su explicación en la rareza de un año raro. Lo mejor, y dentro de unos años se reconocerá como debe, ha sido la valentía, el esfuerzo y el trabajo del SSIFF para sacar adelante un festival en el que se ha trabajado más que nunca para no escurrir el bulto. Todas las personas con deberes en el SSIFF han dado más que nunca y ante menos público.

En plena conmemoración del centenario de Benito Pérez Galdós, el cineasta Rodrigo Sorogoyen establece una vía, apenas insinuada en sus dos primeros largometrajes, pero establecida férreamente con el tercero y multipremiado “El reino”´. Con ella asume ser notario cinematográfico de la escena política española. Dicha actitud le convierte en un beligerante testigo de cargo de la historia reciente. Al mismo tiempo no esconde que, que se busque la objetividad no significa que se ahoguen las pasiones y compasiones hacia los sujetos que transitan por sus relatos. En ese sentido, Sorogoyen se roza y mucho con todos y cada uno de ellos.

Estamos a casi un siglo del rodaje de “Häxan: La brujería a través de los tiempos” (1922), insuperada e insuperable acta notarial sobre el mundo de la brujería. Aquella obra maestra, cualquier comparación con ella sería grosera, invocaba todos los géneros, todos los ecos y todas las huellas que pudo reunir su autor, el cineasta danés Benjamin Christensen, uno de los directores del cine silente más sugerente y perturbador. Iluminada por las sombras de Goya y las luces de Brueghel, cualquier nueva aportación al tema debe pasar por el cedazo de “Haxan”, la piedra angular de todas las películas sobre brujería.

Con dos títulos casi antagónicos provenientes de un joven realizador chino, Zhou Ziyang, y de una veterana cineasta japonesa, Naomi Kawase, se culminaba ayer, con serena discreción, con tibia brillantez, una sección oficial a concurso marcada por la situación sanitaria, por las medidas de seguridad y por la inseguridad de ese futuro incierto que se nos avecina. Fue un final no exento de interés pero demasiado lastrado por la sensación general de incertidumbre que ahora nos zarandea. Pero vayamos al cine.

En tiempo de miedo e hipocresía, la presencia en Donostia de Viggo Mortensen para recoger el premio más laureado y ambicionado del SSIFF tiene mucha sustancia. En un año donde la mayor parte de los profesionales han cerrado sus baluartes a la espera de mejores tiempos, Mortensen quiso aceptar el Premio Donostia en la edición en la que no habrá fiestas ni agasajos.

Tres títulos coherentes con sus propuestas, y muy distintos entre sí, coincidieron en la jornada del miércoles. Tres citas sólidas en ese punto crucial, cuando el final ya se vislumbra, y donde un festival decide su suerte. Ya tenemos datos suficientes para calibrar la altura de su nivel. La sección oficial de la 68 edición del SSIFF, ese escaparate donde se toma el pulso al verdadero estado de salud de cualquier festival que se precie, puede defender que, en plena pandemia, con deprimentes medidas de seguridad, en un año en el que muchos proyectos no han podido salir adelante, ha dado lo mejor de sí misma.

“Nakuko wa ineega” como el “Madadayo” (1993) de Akira Kurosawa, más que un título o además de designar una película, es un grito, un juego, una clave tras la que se encierra una idea conceptual que, en ambos casos, irradia sentido al relato que nos aguarda en su interior. La traducción más o menos literal sería “¿Hay algún llorica aquí?” y se utiliza en Oga, una localidad japonesa situada al noroeste de las islas niponas.

En otro tiempo tanto “In the dusk” del veterano y venerado cineasta lituano Sarünas Bartas, como el filme cien por cien estadounidense aunque dirigido por el cineasta español Antonio Méndez Esparza, “Courtromm 3H”, hubieran sido destacados como trabajos descollantes; visto cómo se está comportando la 68 edición del SSIFF ambos no lo tendrán fácil para brillar en el palmarés de los mejores trabajos de este año sin que eso signifique que carezcan de méritos.