Con “Barricada”, en el amanecer de los años 80, se puso en marcha, al menos en Navarra, un fenómeno cultural, un cambio de paradigma. En la Euskadi de ese decenio, chocaban dos momentos históricos y dos generaciones más alejadas entre sí de lo que los años biológicos les separaban. Lo viejo y lo nuevo se daban la espalda en un contexto de plomo, drogas y rock and roll. Lo del sexo en Euskadi siempre ha sido cosa de otro nivel. Eso pasaba en otras partes.

En medio de un SSIFF acongojado por la situación de seguridad, lo que obliga a todo el equipo del festival a trabajar el doble para atender a la mitad de lo que sería habitual (gracias por la entrega), el domingo fue un día de esplendor. Una jornada así, ayuda a asumir los muchos inconvenientes y a superar la sensación de incertidumbre que se ha impuesto en estos tiempos.

Hay algo fantasmático en esta edición del SSIFF que tiene mucho de gesto de resistencia y bastante de acto testimonial. En los alrededores de las principales sedes del festival sobrevuela ese estigma de melancolía que supura el desconcierto que nos circunda. Acontece como en los exteriores de “Rifkin´s Festival”, que se hace perceptible que los figurantes son escasos y el t(i)empo regular.

Hay relatos en los que se acumulan decenas de anécdotas, incontables personajes; pero prácticamente nada sucede en su interior salvo una confusa algarabía. Hay otros, que hacen de la inmovilidad y la contemplación su libro de estilo; y, sin acontecer en ellos nada, la mirada se abisma hondo y el público presiente la llamada de lo inexplicable.

Condenado a transitar por los arrabales de la exhibición audiovisual, el cine de Charles Stuart Kaufman (Nueva York; 1958) se considera tóxico para las salas de cine. Poco a poco, los relatos que fluyen de su inclasificable cabeza, se ven postergados. Paulatinamente aparecen cada vez más de manera esquinada, furtivamente, por dónde menos se espera.

Angela Schanelec muestra sus credenciales desde el plano de apertura. En el minuto uno, ya intuimos lo que aquí nos aguarda. Schanelec ha decidido seguir las huellas de Bresson con la misma actitud con la que los primeros cristianos abrazaban el martirio, dispuestos a dejarse la vida; decididos a no desviarse ni un ápice de las lecciones de su maestro.

A veces, más allá de la curiosidad, empatía o interés que provoca el relato que habita en su interior, aparecen películas que se imponen por la solidez de su facturación; por su humilde armonía; por el encaje de todos los ingredientes que la constituyen. Suelen ser películas sin vitola de favoritas, sin despliegues publicitarios, sin grandes premios ni reclamos de glamour.

Hace dos años, “A Land Imagined” se hizo con el Leopardo de Oro del festival de Locarno. Unas semanas más tarde, un festival tan canónico como Valladolid tuvo a bien destacar su calidad y le concedió un premio a su fotografía. Pese a ello, a que es una película premiada, “A Land Imagined” podría no haber llegado nunca a nuestras carteleras.

Al menos hay dos alteraciones significativas en “Los nuevos mutantes” que legitiman su pretensión de novedad con respecto a sus orígenes, los “X Men”. Una atiende al género. Aquí, en la decimotercera película de la serie, todo se abisma más hacia el terror que hacia la aventura. La otra ruptura argumental, acude al rejuvenecimiento de sus personajes; estos X-Men son adolescentes en plena ebullición hormonal, o sea, son mutantes en fase hiperbólica.

Si a “Tenet” se le borra del guión todo aquello que gira en torno a la paradoja del “abuelo”, tendríamos un cruce perfecto entre la nueva entrega de “Misión imposible” y la última versión renovada de 007. De hecho, la estructura de su producción se debe a ese modelo circense.